(Fragmento)
Aquel día había helado de una manera horrible. Al
llegar la noche nos sentamos a la mesa, ante el gran fuego de la chimenea,
donde asaban un lomo de liebre y dos perdices, que olían muy bien. Mi primo
levantó la cabeza, y dijo:
- No hará calor cuando nos acostemos.
Indiferente, repliqué:
- No, pero tendremos patos en los estanques mañana por
la mañana.
La sirvienta, que ponía nuestros cubiertos en un
extremo de la mesa y los de los domésticos en el otro, preguntó:
- ¿Saben los señores que esta noche es Nochebuena?
Seguramente no nos habíamos enterado, pues apenas
mirábamos el calendario. Mi compañero contestó:
- Entonces esta noche es la misa del gallo. ¡Y por eso
las campanas han estado sonando todo el día!
La sirvienta replicó:
- Sí y no, señor; también han tocado porque ha muerto
Fournel padre.
Fournel padre, anciano pastor, era una celebridad del
país. Tenía ochenta y seis años de edad, y nunca había estado enfermo hasta el
momento en que, un mes antes, había cogido un frío al caerse dentro de una
charca en una noche oscura. Al día siguiente se había quedado en cama, y desde
entonces estaba agonizando. Mi primo se volvió hacia mí:
- Si quieres –dijo–, iremos dentro de un rato a ver a
esa pobre gente.
Quería hablar de la familia del viejo, de su nieto.
que tenía cincuenta y ocho años de edad, y de su nieta política, que era un año
más joven. La generación intermedia no existía ya desde hacía mucho tiempo.
Vivían en un miserable chamizo, a la entrada de la aldea, a la derecha. Pero no
sé por qué esta idea de la Nochebuena, en medio de nuestra soledad, nos dio
ganas de charlar. A solas los dos, nos contábamos antiguas historias de
Nochebuena, aventuras de esta noche loca, los pasados lances amorosos y los
despertares del día siguiente, acompañados de otra persona, con sus sorpresas
imprevistas, y el asombro de los descubrimientos.
De esta manera, nuestra cena duró mucho tiempo,
fumando numerosas pipas; y embriagados por esas alegrías de los solitarios,
alegrías contagiosas que nacen de repente entre dos amigos íntimos, hablamos
sin parar, rebuscando en nuestros propios casos para comunicarnos esos
recuerdos confidenciales del corazón que se escapan en las horas de efusión.
- Voy a la misa, señor.
- ¡Ya!
- Son las once y cuarto.
- ¿Y si fuésemos también a la iglesia? –me preguntó
Jules–; esta misa de Nochebuena es muy curiosa en el campo.
Acepté, y nos fuimos, envueltos en nuestras pieles de
caza. Un filo agudo pinchaba el rostro y hacía saltar las lágrimas en los ojos.
El aire crudo entraba de golpe en los pulmones y secaba la garganta. El cielo
profundo, limpio y duro, estaba tachonado de estrellas, que parecían pálidas
por la helada; brillaban no como si fuesen unos astros de fuego, sino de
cristal, como unas cristalizaciones brillantes. A lo lejos, sobre la tierra de
acero, seca y retumbante, resonaban los chanclos de los campesinos; y por todo
el horizonte, las campanitas de los pueblos tañían, lanzaban sus sones
penetrantes, como friolentos también, en la vasta noche helada.
Guy de Maupassant (Francia, 1850-1893).
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