"... sobre todo por un teatrillo de marionetas en el que seguramente habría deseado desempeñar algún papel..."
(Fragmento)
Los niños eran todos increíblemente simpáticos e
ingenuos y verdaderamente infantiles, y en modo alguno pretendían dárselas de
mayores, pese a todas las exhortaciones de ayas y madres. Habían literalmente
saqueado todo el árbol de Navidad hasta la última rama, y también tuvieron
tiempo de romper la mitad de los juguetes, aun antes de haber puesto en claro
para quién estaba destinado cada uno. Un chiquillo de aquellos de negros ojos y
rizos negros, hubo de llamarme la atención de un modo particular: estaba empeñado
en dispararme un tiro, pues le había tocado una pistola de madera. Pero la que
más llamaba la atención de los huéspedes era su hermanita. Tendría ésta unos
once años, era delicada y pálida, con unos ojazos grandes y pensativos. Los
demás niños debían de haberla ofendido por algún concepto, pues se vino al
cuarto donde yo me encontraba, se sentó en un rincón y se puso a jugar con su
muñeca. Los convidados se señalaban unos a otros con mucho respeto a un
opulento comerciante, el padre de la niña, y no faltó quién en voz baja hiciese
observar que ya tenía apartados para la dote de la pequeña sus buenos
trescientos mil rublos en dinero contante y sonante. Yo, involuntariamente,
dirigí la vista hacia el grupo que tan interesante conversación sostenía, y mi
mirada fue a dar en Yulián Mastakóvich, que, con las manos cruzadas a la
espalda y un poco ladeada la cabeza, parecía escuchar muy atentamente el
insulso diálogo. Al mismo tiempo hube de admirar no poco la sabiduría del dueño
de la casa, que había sabido acreditarla en la distribución de los regalos. A
la muchacha que poseía ya trescientos mil rublos le había correspondido la
muñeca más bonita y más cara. Y el valor de los demás regalos iba bajando
gradualmente, según la categoría de los respectivos padres de los chicos. Al
último niño, un chiquillo de unos diez años, delgadito, pelirrojo y con pecas,
sólo le tocó un libro que contenía historias instructivas y trataba de la
grandeza del mundo natural, de las lágrimas de la emoción y demás cosas por el
estilo: un árido libraco, sin una estampa ni un adorno.
Era el hijo de una pobre viuda, que les daba clase a
los niños del anfitrión, y a la que llamaban, por abreviar, el aya. Era el tal
chico un niño tímido, pusilánime. Vestía una blusilla rusa de nanquín barato.
Después de recoger su libro, anduvo largo rato huroneando en torno a los
juguetes de los demás niños; se le notaban unas ganas terribles de jugar con
ellos; pero no se atrevía; era claro que ya comprendía muy bien su posición
social. Yo contemplaba complacido los juguetes de los niños. Me resultaba de un
interés extraordinario la independencia con que se manifestaban en la vida. Me
chocaba que aquel pobre chico de que hablé se sintiera tan atraído por los
valiosos juguetes de los otros nenes, sobre todo por un teatrillo de marionetas
en el que seguramente habría deseado desempeñar algún papel, hasta el extremo
de decidirse a una lisonja. Se sonrió y trató de hacerse simpático a los demás:
le dio su manzana a una nena mofletuda, que ya tenía todo un bolso de
golosinas, y llegó hasta el punto de decidirse a llevar a uno de los chicos a
cuestas, todo con tal de que no lo excluyesen del teatro. Pero en el mismo
instante surgió un adulto, que en cierto modo hacía allí de inspector, y lo
echó a empujones y codazos. El chico no se atrevió a llorar. En seguida
apareció también el aya, su madre, y le dijo que no molestase a los demás.
Entonces se vino el chico al cuarto donde estaba la nena. Ella lo recibió con
cariño, y ambos se pusieron, con mucha aplicación, a vestir a la muñeca.
Fiódor Dostoyevski (Rusia, 1821-1881).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario