(Fragmento de: 1955 - Diciembre 31)
Mucho
dinero, mucho lujo, pero sin alegría, sin diversiones, sin el derecho de beber
una copita siquiera. Claro, si lo quiere mucho. Se lo ha dicho mil veces. Las
mujeres se acostumbran a todo; depende del cariño que les den. Igual puede
acostumbrarlas un amor juvenil que un amor paternal. Claro que le tiene cariño;
no faltaba más... Ya van para ocho años de vivir juntos y él no hizo escenas,
no la regañó... Nada más la obligó... ¡Pero qué bien le vendría otra cana al
aire!... ¿Qué? ¿La imaginaba tan tonta?... Ya, ya, nunca ha sabido aguantar una
broma. De acuerdo, pero se da cuenta de las cosas... Nadie dura eternamente...
Patas de gallo alrededor de los ojos... Los cuerpos... Sólo que él
también está acostumbrado a ella, ¿verdad que sí? A su edad le costaría volver
a empezar. Por más millones... cuesta trabajo y se pierde mucho tiempo buscando
a una mujer... las condenadas... conocen tantas salidas, les gusta tanto
hacerse las remolonas... prolongar los momentos iniciales... la negativa, la
duda, la espera, la tentación, ¡ay, todo eso!... y hacer tontos a los viejos...
Claro que ella es cómoda... Y no se queja, no, qué va. Hasta le halaga la
vanidad que vengan a rendirle cada Año Nuevo... Y lo quiere, sí, se lo jura, ya
está demasiado acostumbrada a él... ¡pero cómo se aburre!... a ver, ¿qué hay de
malo en tener unas cuantas amigas íntimas, en salir de vez en cuando a divertirse,
en... tomar una copita allá cada semana... ?
Él
permaneció inmóvil. No le concedía este derecho de hostigarlo y sin embargo... una
lasitud tibia y abúlica... escuchando las sandeces de esta mujer cada día más
vulgar e... e... no, era apetecible aún... aunque insoportable... ¿Cómo la iba
a dominar?... Todo lo que dominaba obedecía, ahora, sólo a cierta prolongación
virtual, inerte... de la fuerza de sus años jóvenes... Lilia podría
abandonarle... le oprimió el corazón... No bastaba para conjurar eso... ese
miedo... Quizá no habría otra oportunidad... quedarse solo... Movió con
dificultad los dedos, el antebrazo, el codo y el cenicero cayó sobre la alfombra
y derramó las colillas mojadas y amarillas en un cabo, el polvo de capa blanca,
escama gris, entraña negra. Se agachó, respirando con dificultad.
- No
te agaches. Ahorita llamo a Serafín.
- Sí.
Quizá...
Tedio. Pero asco, repulsión... Siempre, imaginando de mano de la duda... Una
ternura involuntaria le hizo volver el rostro para mirarla...
Lo
observaba, desde el marco de la puerta... Rencorosa, dulce... El pelo teñido de
rubio ceniza y esa piel morena... Tampoco ella podía regresar... jamás lo
recuperaría y eso los igualaba... por más que la edad o el carácter los
separara... Escenas ¿para qué?... Se sintió fatigado. Nada más... Decidieron la
voluntad y el destino... Nada más... No más cosas, más recuerdos, más nombres
que los conocidos... Volvió a acariciar el damasco... Las colillas, la ceniza
derramada no olían bien. Y Lilia, detenida allí con el rostro grasoso. Ella en
el umbral.
Él
sentado en el sillón de damasco.
Entonces
ella suspiró y se fue chancleteando a la recámara y él esperó sentado, sin pensar
en nada, hasta que la oscuridad le sorprendió al verse reflejado con tanta
nitidez en las puertas de cristal que conducían al jardín. El mozo entró con el
saco, un pañuelo y una botella de agua de Colonia. De pie, el viejo permitió
que le pusieran la prenda y después abrió el pañuelo para que el mozo derramara
unas gotas de loción. Cuando colocó el pañuelo en la bolsa del corazón, cambió
una mirada con el criado. El criado bajó los ojos. No. ¿Por qué iba a pensar en
lo que podría sentir ese hombre?
- Serafín,
rápido las colillas...
Se
incorporó, apoyándose con ambas manos, sobre los brazos del sillón. Dio unos cuantos
pasos hacia la chimenea y acarició los fierros toledanos y sintió la
respiración del fuego sobre el rostro y las manos. Se adelantó al escuchar los
primeros murmullos de voces -encantadas, admirativas- en el pasillo de la casa.
Serafín terminaba de recoger las colillas.
Ordenó
que se atizara el fuego y los Régules entraron mientras el mozo manejaba los
fierros y una gran llamarada ascendía por el tiro. De la puerta que comunicaba
con el comedor avanzó otro criado con una charola entre las manos. Robergo
Régules recibió una copa mientras la pareja joven -Betina y su marido, el joven
Ceballos- tomada de la mano, recorría el salón y elogiaba las viejas pinturas,
las molduras de yeso y oro, las tallas suntuosas, los copetes y faldones
barrocos, los travesaños torneados, los mascarones policromos. Él daba la
espalda a la puerta cuando el vaso se estrelló contra el piso con un ritmo de
campana rota y la voz de Lilia gritó algo en son de burla. El viejo y los
invitados vieron el rostro de esa mujer despintada que asomaba prendida a la manija
de la puerta: -¡Lero, lero! ¡Feliz Año Nuevo!... No te preocupes, viejito, que
en una hora se me baja... y bajo como si nada...
Carlos Fuentes (Mexicano nacido en Panamá, 1928-2012).
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