(Fragmento del capítulo 37)
Era octubre, y las hojas tiritaban. Empezaba el crepúsculo. El sol se había hundido en el horizonte, las montañas del oeste se desvanecían en una fría niebla purpúrea, pero el cielo ardía todavía en melladas franjas de color naranja. Era octubre.
Eugene
andaba rápidamente, siguiendo el curso sinuoso y pavimentado de la
calle Rutledge. Flotaba un olor a niebla y a cena en el aire: un cálido vapor empañaba
los cristales de las ventanas, y se oía el fuerte siseo del yantar puesto
a cocer. Había voces confusas y lejanas, y olor a hojas quemadas, y un cálido
fulgor amarillo de luces.
Se
adentró en un camino sin pavimentar, junto al gran sanatorio rodeado de árboles.
Oyó las risas frescas de las negras en la cocina, el mantecoso susurro de
la comida en la sartén, las toses secas de los enfermos de los pulmones en la
galería.
Caminó
vivamente por el camino lleno de hoyos, entre un seco arrastrar de hojas.
El aire era frío, perlino, crepuscular; en lo alto, brillaban pálidamente unas
pocas estrellas. La villa y la casa habían quedado atrás. Había canciones en
los grandes pinos del monte.
Dos
mujeres bajaron por el camino y se cruzaron con él. Vio que eran campesinas.
Vestían viejas prendas negras, y una de ellas estaba llorando. Pensó
en los hombres que habían sido enterrados aquel día, y en todas las mujeres
que lloraban. ¿Volve- rán?, se preguntó.
Cuando
llegó a la puerta del cementerio la encontró abierta. Entró rápidamente
y anduvo a paso vivo por el ondulado camino que serpenteaba alrededor
de la cresta de la colina. Las hierbas estaban secas y marchitas; una ajada
corona de laurel reposaba sobre una tumba. Al acercarse a la parcela de su
familia, su pulso se acele- ró un poco.
Thomas Wolfe (Estados Unidos, 1900-1938).
La ilustración corresponde al detalle de una fotografía de Jolene Hansen.
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