(Fragmento del primer capítulo)
Ahora que ya están lejos de Venecia, del calabozo del Palazzo Ducale, no lamenta su encarcelamiento, pues tales cosas -la vida a lo vivo- son las que hacen al artista. Pero lamenta haber estado en la cárcel con Angelo, y a veces se sorprende a sí mismo lamentando con ingratitud que -sabe- jamás será capaz de albergar Angelo, que Angelo haya logrado salir de ella. Y entonces, esperanzadora, súbitamente piensa de nuevo con secreta vergüenza: Quizás, después de todo, sería lo mejor,
Myrtle sabrá como deshacerse de Angelo; y de lo que no hay duda es de que la seño- ra Monson sabrá de sobra como hacerlo.
La voz de
Angelo concluye un suave período en su discurso. Pero ahora Elmer ni siquiera
se pregunta qué es lo que está diciendo Angelo; vuelve a contemplar más allá
del amasijo de frágiles mesas y de las apretadas hileras de cabezas y hombros,
que beben a dos sexos y a cinco lenguas, la al parecer interminable multitud
que por allí transita, y mira a las jovencitas blancas y suaves y
cautelosas y estúpidas, de turbadores cuerpos que él debe suponer virginales, preguntándose por qué ciertas chicas le eligen a uno y otras no. Hubo un tiempo en que creyó que uno puede seducirlas; ahora no está tan seguro. Ahora cree que son ellas las que le eligen a uno
cuando coincide que se encuentran en el estado de ánimo adecuado y coincide que
uno se halla a mano. Pero sin duda se supone que uno aprende de la experiencia
(en el sentido de infelicidades reales que uno padece comparadas con
infelicidades posibles que no le alcanzan), si no el modo de alcanzar lo que
desea, al menos la razón por la cual no lo ha alcanzado. Pero ¿quién quiere
experiencia cuando puede obtener cualquier tipo de
sucedáneo? Al diablo con la experiencia,
piensa Elmer, ya que toda realidad es insoportable. Y quiero
loque pienso que quiero cuando pienso que lo quiero, al igual que todos los
hombres. No una fórmula para el estoicismo, un antídoto contra los deseos
frustrados. El otoño y el crepúsculo ascienden gravemente en Montparnasse.
Angelo,
abstraído y locuaz, sin turbación alguna, continúa hablando mientras sostiene
con cuidado en una mano su bebida oscura y poco densa.
Lleva el pelo peinado
hacia atrás, liso y lustroso; la cara afeitada y azul, como la de un pirata. A
ambos lados de la nariz breve y respingona, sus ojos, separados y marrones, son
enternecedores y tristes como los de un perro de raza óptima. Su traje, después
de seis semanas, está razonablemente pulcro y nuevo, al igual que los zapatos
con remate de paño, y sigue conservando su bastón. Es uno de esos bastones
delgados y nudosos de bambú que se conservan palpable y positivamente nuevos
hasta el momento de su pérdida o de la muerte de su dueño, pero el traje, salvo
por el hecho de que Angelo aún no ha dormido con él puesto, es idéntico al que
desechó en Venecia a instancias de Elmer. Es un mosaico de cuadros grises y castaños,
que parece hallarse en un estado de constante y benigna explosión por todo
Angelo, al cual despoja de toda forma, y que está dotado de los suficientes
botones de ámbar como para convertir en un ser a prueba de balas a su dueño,
salvo en caso de que se disparase contra él a quemarropa.
Angelo sigue
formando sus períodos verbales, delicada y plenamente absorto, y
manosea cuidadosamente su bebida violácea. No se ha limpiado las uñas de las
manos desde que dejaron Venecia.
William Faulkner
(Estadounidense, 1897-1962). Obtuvo el premio Nobel en 1949.
La ilustración corresponde a una celda de la Prisión de los Plomos en el Palcio Ducal de Venecia.
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