"Permanecía horas enteras frente a la tumba de Canova, sin apartar la vista del afligido león."
(Fragmento del capítulo XV)
En Venecia tuve dolores pleuríticos. Probablemente me resfrié la noche en
que, viniendo de la estación, atravesamos en barca los canales para llegar al hotel
Bauer. Hube de guardar cama desde el día de la llegada, en total dos semanas.
Mientras estuve enfermo, Zinaída Fiódorovna acudía todas las mañanas desde su
habitación para desayunar en mi compañía y leerme libros franceses y rusos que
habíamos comprado en Viena. Aquellas obras me eran conocidas o no me
interesaban; pero, como cerca de mí resonaba una voz amada y bondadosa, el
contenido de todas ellas venía a reducirse a una misma cosa; no estaba solo. Ella
salía de paseo, regresaba con su vestido gris claro y con su sombrerito de palmas,
alegre, tostada por el sol de primavera, y, sentándose al lado de mi cama, con la
cara cerca de la mía, me contaba algo relativo a la ciudad o me leía libros. Y yo me
consideraba dichoso.
Por la noche sentía frío, dolores y aburrimiento, pero de día me saturaba de
vida. Creo que es la expresión más adecuada. El sol radiante y cálido que
penetraba por las ventanas y por el balcón, los gritos abajo, el chapoteo de los
remos, el repique de las campanas, el retumbante tronido de cañón a mediodía y la
sensación de libertad plena y completa, obraron un milagro en mí. Me pareció
poseer alas, unas alas anchas y poderosas que me llevaban Dios sabe adónde. ¡Y
qué encanto, qué júbilo encerraba a veces la idea de que junto a mi vida discurría
ahora otra vida, de que yo era ahora siervo, guardián, amigo y compañero
indispensable de una criatura joven, hermosa y rica, pero débil, ofendida y sola! Hasta estar enfermo da gusto cuando sabes que hay alguien que espera tu
restablecimiento como se espera una fiesta. En cierta ocasión, oí a Zinaída
Fiódorovna cuchichear con el médico en el pasillo, y luego la vi entrar con ojos de
haber llorado. Aunque era mala señal, me emocioné y sentí un extraordinario
alivio espiritual.
Pero por fin se me permitió salir al balcón. El sol y la leve brisa marina
acariciaban mi cuerpo enfermo. Yo contemplaba las famosas góndolas, que
navegaban con gracia femenina, serenas y altaneras, y parecían vivir y sentir toda
la magnificencia de aquella cultura, original y sugestiva. Olía a mar. En algún
lugar cercano tocaban un instrumento de cuerda y cantaban a dos voces. ¡Qué
delicia! ¡Qué distinto de aquella noche de Petersburgo en que el viento, saturado
de aguanieve, me azotaba la cara con tanta violencia! Mirando canal adelante, se
divisaba el golfo, y en el ancho horizonte el sol arrancaba al agua tan brillantes
destellos, que dañaban la vista. Mi espíritu volaba hacia allá, hacia los adorables
mares a los que había ofrendado mi juventud. ¡Ansiaba vivir! ¡Vivir y nada más!
A las dos semanas pude salir a la calle. Me gustaba tomar el solecito, oír la
incom- prensible charla de los gondoleros y contemplar horas enteras la casa donde
se afirma que vivió Desdémona, una casita sencilla y humilde, de aspecto virginal,
sutil como el encaje, tan liviana que uno piensa que podría moverla de su sitio con
una sola mano. Permanecía horas enteras ante la tumba de Canova, sin apartar la
vista del afligido león. En el palacio de los Dogos me sentía atraído hacia el rincón
donde embadurnaron de negro al infeliz Marino Faliero. ¡Qué felicidad ser pintor,
poeta o dramaturgo!, me decía a mí mismo. Mas ya que nada de esto me era
accesible, hubiera querido caer en el misticismo. ¡Qué a propósito hubiera venido
un ápice de religión para complementar el plácido sosiego y la satisfacción que
llenaban mi alma!
Antón Chéjov (Ruso fallecido en Alemania, 1860-1904).
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