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Esa fiesta en Venecia está grabada en mi memoria como
un pequeño lago artificial en un país desigual y confuso, como algo muy brillante
y celestial, aunque discontinuo con todo lo que le rodea. La calidad desvaída
del sol de esa estación, los palacios y lugares apaciblemente descoloridos, las
pinturas enormes y maduras de esplendores desaparecidos, el paso susurrante y
casi silencioso de las góndolas negras como un coche fúnebre, porque la horrible
lancha de vapor aún no había arruinado Venecia, las apacibles magnificencias de
las lagunas despobladas, el otoño universal, me hacían sentir totalmente en un
receso del bullicio de la realidad. No había ni una docena de personas en
total, ni norteamericanos ni apenas ingleses, para cenar en la gran caverna de
un comedor, con sus vistas de mesas separadas, paredes descui- dadas y candelabros
envueltos. Fuimos a ver cosas bonitas, aceptar la belleza en todas partes y dar
por sentado que todo estaba bien con nosotros y el mundo. Pasaron diez o
quince días antes de que me sintiera inquieto y ansioso por actuar; una larga
tranquilidad para un temperamento como el mío.
Nuestros placeres fueron curiosamente impersonales,
una sucesión de hilos de apreciación estética compartidos durante todo ese
tiempo. Nuestra luna de miel no fue una reunión exultante, ni un grito mutuo de
"¡TÚ!" Fuimos casi tímidos el uno con el otro y sentimos alivio incluso de alguna imagen para ayudarnos. Estaba entera- mente en mi concepción de
las cosas que debía estar muy atento para no escanda- lizar o angustiar a
Margaret o presionar la nota sensual. Nuestro acto amoroso tenía mucho de la
tibia suavidad de las lagunas. Hablamos con delicadas insinuaciones de lo que
deberían ser libertades gloriosas. Margaret había echado de menos Verona y
Venecia en su anterior viaje a Italia (el miedo al mosquito había llevado a su
madre a través de Italia por la ruta rumbo al oeste) y ahora podía llenar sus
vacíos y ver a los Tizianos y Veroneses que ya conocía en fotografías
incoloras, los Carpaccios, (La serie de San Jorge la deleitó sin medida),
el Basaitis y esa gran estatua de Bartolo- meo Colleoni que Ruskin elogió.
Pero como no soy un hombre para mirar imágenes y
efectos arquitectónicos día tras día, observé a Margaret muy de cerca y guardé
mil recuerdos de ella. Puedo verla ahora, su largo cuerpo inclinado un poco
hacia adelante, su dulce rostro levantado hacia alguna obra maestra familiar
descubierta y brillando con un delicado en- tusiasmo. Puedo oír de nuevo las
suaves cadencias de su voz murmurando lugares comunes, porque no tenía el
don de expresar la satisfacción informe que le proporcio- naban estas cosas.
Margaret, percibí, era una persona culta, la primera
persona culta con la que había estado en estrecho contacto. Ella era culta
y moral, y ahora me doy cuenta de que yo nunca fui ninguna de estas
cosas. Ella era pasiva y yo soy activo. No buscaba la belleza de
forma simple y natural, sino que se había sentido incitada a buscarla en la
escuela, y tal vez se interesó más por los libros, las conferencias y toda la
organi- zación de las cosas bellas que por la belleza misma; encontró gran
parte de su deleite en ser guiada hacia ella. Ahora una cosa deja de ser
bella para mí cuando algún dedo me señala sus méritos. La belleza es la
sal de la vida, pero tomo mi belleza como una bestia salvaje obtiene la sal,
como un componente de la comida...
Y además, había entre nosotros eso que debería haber
parecido más hermoso que cualquier imagen...
Así que fuimos por Venecia rastreando cuadros y
escaleras de caracol y cosas por el estilo, y mi cerebro estaba ocupado todo el
tiempo con cosas como una comparación de Venecia y su equivalente moderno más
cercano, Nueva York, con la elaboración de esquemas de acción cuando regresamos
a Londres, con el desarrollo de una teoría de Margaret.
H. G. Wells: Herbert George Wells (Inglaterra, 1866-1946).
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