(Fragmento del capítulo XIII)
Lilly se esforzó por seguirlo. Nunca antes había escuchado tal lenguaje; sin embargo, no resultó extraño. Restos de antaño, de tiempos olvidados parecían adherirse sl fondo de su alma, que armonizaba con lo que decía.
- Un día -continuó-, mientras estaba en Venecia, hice una pequeña excursión a Padua. En tren es casi lo mismo que ir de Berlín a Potsdam. No me entusiasmaba ver el arte allí, porque todavía estaba en la luna de miel con la intoxicación de mi amor por los primeros venecianos. Fue sólo para completarlo. Entré en una pequeña iglesia en la que hay frescos de Giotto. ¿Sabes quién era?
- Ciertamente, Giotto y Cimabue -dijo con orgullo.
- Entonces no necesito decir más. Realmente me quedaba poco para él y su gente, porque, como dije, los cuatrocentistas habían calentado mi imaginación. Ahora sólo imagine un anfiteatro romano completamente arruinado y cubierto de hiedra, en el que nada más los muros exteriores siguen en pie, como los muros de un jardín. En el recinto está la pequeña iglesia construida de ladrillo, tan sobria y prosaica como un granero de oración protestante prusiano.
Lilly sonrió agradecida. Una ofensiva contra el protestantismo seguía siendo un favor personal para ella.
Hermann Sudermann (Alemania, 1857-1928).
La ilustración corresponde a los frescos de Giotto en la capilla de los Scrovegni, en Padua.
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