El día de Año Nuevo nos sorprendió a catorce grados de latitud norte, que es casi la de Manila, y como el viento soplaba del este, avanzábamos proa al oeste a bastante velocidad y el mástil y las vergas se mantenían firmes. Pedro Fernández me confió que tenía esperanzas de avistar pronto la gran isla de Guaní, a un centenar de leguas aproximadamente al oeste de las Filipinas, que está separada de otra llamada Serpa- na por un canal de unas diez leguas de largo. El 3 de enero, con gran alivio de su parte, llegamos precisamente a dichas islas y navegamos entre ellas, del lado de Guam, siguiendo la ruta de Magallanes, que había descubierto este canal veinticinco años antes. La tierra era llana y densamente cubierta de bosques.
De una ensenada partió un vasto número de canoas que venían a darnos la bienve- nida. Alterado por la ansiosa espera de comida, un soldado que arriaba el trinquete, perdió pie y cayó al mar, y sus camaradas no pudieron encontrar una sola cuerda del largo suficiente como para arrojarle y salvarlo. Pero Myn tenía conocimiento de una: estaba tendida a través de la toldilla y de ella colgaba la ropa lavada de los Barreto. Tuvo el tino de arrojar uno de sus extremos por sobre el pasamano de la borda de popa, justo en el momento en que el desdichado marinero subía boqueando a la superficie en nuestra estela. La atrapó y fue posible arrastrarlo y ponerlo a sal- vo. ¡Dios sea alabado! Luego, porque era Myn y no uno de la tripulación el que había dado un baño de agua salada a las camisas de doña Ysabel y don Diego, sólo recibió una ligera reprimenda.
Las canoas se acercaron. Tenían ambos extremos iguales, de modo que sus tripulantes podían avanzar o retroceder sin tener que exponer ante un enemigo toda su extensión. Magallanes le había dado a este grupo el nombre de las islas de las Latinas,pero su tripulación lo llamó las islas de los Ladrones, que fue el nombre que prevaleció. Los ladrones constituían una raza de aspecto saludable, de piel razo- nablemente clara y facciones bastante agradables, aunque tenían cabellos lacios y negros y frente estrecha y echada hacia atrás. Dado que sabían perfectamente bien qué esperar de un galeón, venían tan ansiosos en busca de regalos que varias canoas chocaron; ocupantes cayeron al agua, pero inmovilizaron su embarcación con facilidad y volvieron a subir a ella alegres. Nos pusimos en facha, pero no anclamos.
Trajeron cocos, plátanos, agua, cestos con arroz y algunos pescados muy grandes gritando charume, que significa «amigos» y herrequepe, que significa «dadnos hierro». Nunca en mi vida vi vendedores tan ansiosos por vender, ni compradores tan ansiosos por comprar; estos isleños se enloquecen por el hierro que evalúan más que el oro, y nuestros pobres hombres estaban tan desesperados de sed, que habrían aceptado diez años de esclavitud a cambio de media pinta de agua. Pero el sargento Andrada y el segundo contramaestre, después de haberlo consultado entre am- bos, prohibieron que nadie abaratara el precio del hierro aceptando muy poco a cambio, y lo dispusieron todo para que se comprara y se vendiera en bulto. Nego- ciaron con el jefe de los ladrones, que vino a bordo acompañado de una escolta. Se acordó que se cambiaría un quintal de víveres por una libra de hierro, entrara éste en la constitución de martillos, cadenas, palas, llaves, cerrojos, bisagras o trozos de armadura vieja; pero doña Ysabel envió al sobrecargo para que vigilara que no se vendiera sino lo que pertenecía a los hombres, y quitó de lo acumulado en cubierta más de quince libras de peso: el cañón de un arcabuz que había explotado, aros de toneles desde hacía ya mucho quemados y partes del aparejo del barco.
Robert Graves (Inglés fallecido en España, 1895-1985).
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