miércoles, 12 de agosto de 2020

Epidemias: EL MAR DE LAS SIRTES, de Julien Gracq

"... una señal negra izada a lo alto de aquella asta gigantesca en vísperas de una epidemia o un diluvio."

(Fragmento del capítulo Un crucero)

Frente a nosotros, en el horizonte, ascendía una humareda, perfectamente visible en el cielo, que se iba oscureciendo ya por el este. Una humareda singular e inmóvil, que parecía pegada al cielo de Oriente, semejante en su base a un hilo atirantado, delgado y muy recto, que se hacía más espeso según iba cobrando altura y se quebraba de pronto en una especie de corola plana y fuliginosa, suavemente palpitante en el aire y con los bordes insensiblemente doblados por el viento. Aquella humareda fija y tenaz no sugería ningún barco; a veces se parecía al hilillo extenuado que sube muy alto en una noche tranquila por encima de una hoguera expirante, y sin embargo infundía el presentimiento de ser particularmente vivaz; de su forma se desprendía no sé qué impresión maléfica, como la de la umbela abierta sobre el cono invertido que se deshilacha, propia de ciertas setas venenosas. Y, como éstas, parecía haber crecido, haberse posesionado del horizonte con rapidez singular; de pronto había estado allí; su propia inmovilidad, engañosa en la palidez del atardecer, debió de haberla sustraído a la mirada. Súbitamente, fijándome con atención en el punto del horizonte en que hundía sus raíces, me pareció distinguir por encima de la cenefa de bruma que volvía a formarse de nuevo como una doble e imperceptible pestaña de sombra, y la reconocí por el vuelco repentino que medio el corazón.

- ¡Es el Tängri!... ¡Allí! -le grité casi a Fabrizio con una emoción tan brusca que se me clavaron los dedos en su hombro. Echó un vistazo febril al mapa y observó a su vez el horizonte con una expresión de curiosidad incrédula.

- ¡Sí! -exclamó tras un momento de silencio con voz que salía lentamente de su asombro, como si no osara rendirse a la evidencia-. Es el Tängri. Pero¿qué humareda es ésa?

Había en su voz la misma inquietud que sentía hacer vibrar sordamente en mí una nota de alarma. Sí, por lo que podía tener de natural y vulgarmente explicable, resulta desorientador ver salir en aquel momento del volcán, apagado hacía tanto tiempo, aquella humareda inesperada. Su penacho, que ondulaba ahora en la brisa más fresca, se diluía en ella y parecía ensombrecer, más aún que la noche, el cielo de tormenta y ejercer un maleficio sobre aquel mar desconocido; más que una nueva erupción, después de las muchas que la habían precedido, recordaba las lluvias de sangre, los sudores de las imágenes o una señal negra izada a lo alto de aquella asta gigantesca en vísperas de una epidemia o un diluvio.


Julien Gracq: Louis Poirier (Francia, 1910-2007).

(Traducido al español por José Escué).

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