sábado, 18 de julio de 2020

Epidemias: EL HOMBRE HUECO, de John Dickson Carr

"... tres sepulturas. Estaban recién excavadas pues aún se veían huellas de pisadas..."

Capítulo I: La amenaza

(Fragmento)

- Yo soy el hombre que sabía demasiado -dijo después de una pausa-. Y no hay constancia de que el sacerdote del templo haya sido siempre un creyente muy devoto. Como quiera que sea, esto se aparta de la cuestión. Lo que me interesa son las causas que se esconden detrás de estas supersticiones. ¿Cómo nació la superstición? ¿Qué es lo que le dio impulso, de modo que los ingenuos pudieran creer en ella? Por ejemplo: hablamos de la leyenda de los vampiros. Ahora es una creencia que prevalece en tierras eslavas. ¿De acuerdo? Alcanzó firme arraigo en Europa cuando, proveniente de Hungría, la barrió como una ráfaga entre 1730 y 1735. Bien, ¿cómo obtuvo Hungría la prueba de que los muertos podían abandonar sus ataúdes y flotar en el aire en forma de briznas de paja o pelusa hasta adoptar la forma humana para el ataque?

- ¿Hubo tal prueba? -preguntó Burnaby. Grimaud se encogió de hombros con un amplio ademán.

- Desenterraron cadáveres de los cementerios. Encontraron algunos en posiciones retorcidas, con sangre en la cara, manos y mortajas. Ésa fue su prueba… Pero ¿por qué no habían de encontrarse con eso? Aquéllos fueron años de peste. Piensen ustedes en todos los pobres diablos que fueron enterrados vivos tomándolos por muertos. Piensen en cómo habrán luchado por salir del ataúd antes de morir de verdad. ¿Comprenden, señores? Esto es lo que entiendo por causas que se esconden detrás de las supersticiones. Esto es lo que me interesa.

- También a mí me interesa -dijo una nueva voz.

Capítulo IX: La tumba que se abre

(Fragmentos)

- Vea usted: le diré sinceramente, si le sirve de ayuda, que más vale que abandone esta idea. No sé cómo se ha enterado usted del asunto. Él tenía dos hermanos, y ambos habían estado en la cárcel -volvió a sonreír-. No fue por nada terrible: los pusieron presos por cosas de política. Me figuro que la mitad de los jóvenes luchadores de aquel tiempo habrán estado mezclados en lo mismo… Olvide a los dos hermanos. Ambos están muertos desde hace muchos años.

Reinaba tal silencio en la habitación, que Rampole oyó el último chisporroteo del fuego que se extinguía y el resollar de Fell, que tenía los ojos cerrados. Hadley miró al doctor. Luego, fijamente y a los ojos, a Drayman, como si este último tuviese la vista sana.

- ¿Cómo lo sabe usted?

- Grimaud me lo contó -respondió Drayman, recalcando el nombre-. Además, todos los periódicos, desde Budapest hasta Brasso, lo anunciaron con grandes títulos cuando ocurrió. Puede usted verificarlo fácilmente -hablaba con sencillez-. Murieron de peste bubónica.
()

- Debo insistir en esa suerte de atmósfera novelesca porque, además de ajustarse a mi temperamento, permitirá ver claras muchas cosas. Yo estaba en la romántica edad byroniana, inflamado por ideas de libertad política. Iba a caballo en lugar de marchar a pie porque pensaba que así parecía más importante; hasta me complacía en llevar una pistola para ser usada contra imaginarios bandidos y un rosario como talismán contra los fantasmas. Si bien no se veían bandidos ni fantasmas, todo hacía pensar en que los había. Más de una vez me asustó la presencia imaginaria de unos y otros. Había una especie de salvajez y oscuridad dignas de un cuento de hadas en aquellos fríos bosques y desfiladeros. Hasta en los trechos cultivados se percibía algo extraño. Transilvania, como usted sabrá, está rodeada de montañas por tres de sus lados. Un inglés queda asombrado al ver trepar un campo de centeno o una viña por la empinada ladera de una alta montaña. También le resultan raros los trajes verdes y amarillos, las posadas impregnadas de olor a ajo y, en los lugares más desiertos, las colinas de sal pura.

«Así, pues, yo avanzaba por un camino tortuoso de la parte menos habitada, bajo la amenaza de una fuerte tormenta y sin posibilidades de hallar ninguna posada en kilómetros a la redonda. Las gentes decían que el diablo acechaba allí detrás de cada matorral, y yo estaba sobrecogido de pavor; aunque tenía también motivos más fundados para estar aterrorizado. Después de un verano muy caluroso se había declarado una epidemia de peste que, a pesar del intenso frío reinante, se cernía en la atmósfera como una nube de mosquitos. En la última aldea que había atravesado -no recuerdo el nombre— me habían dicho que hacía estragos en las minas de sal de las montañas. Pero yo esperaba encontrarme con un amigo mío, turista también, en Tradj. Tenía asimismo deseos de visitar la prisión, que había recibido su nombre de las siete colinas blancas, semejantes a una baja cordillera, que la cercaban por detrás. Resolví, por lo tanto, proseguir mi camino.

»Me daba cuenta de que debía estar aproximándome a la prisión, porque ya podía distinguir las blancas colinas delante de mí. Mas, cuando había oscurecido hasta el punto de no poderse distinguir casi nada, y cuando el viento parecía destrozar los árboles del camino, pasé junto a un lugar donde se alzaban tres sepulturas. Estaban recién excavadas, pues aún se veían huellas de pisadas alrededor de ellas, pero no había gente por ninguna parte».

John Dickson Carr (Estados Unidos, 1906-1977).

En la prolífica obra de John Dickson Carter son constantes las referencias a las epidemias -de cólera o peste-. Por ejemplo, en Nido de brujas, también traducida como El rincón de la bruja (The Hag's Nook, 1932), su protagonista, el doctor Gideon Fell, pregunta el motivo que provocó el abandono de la antigua prisión de Chatterham, y recibe como respuesta: "Fue el cólera, por supuesto; el cólera y algo más." Su novela La mansión de la muerte también es conocida como La mansión de la peste, que sería un título un poco más apegado al original en inglés (The Plague Court Murders, 1934). He optado por El hombre hueco (The Hollow Man, 1935), también conocida como Los tres ataúdes, por su atmósfera vampírica.
Jules Etienne

Es posible la lectura de la novela íntegra, El hombre hueco, en Libros de Mario.

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