miércoles, 5 de junio de 2019

Tu boca: ASÍ HABLÓ ZARATUSTRA, de Friedrich Nietzsche

"... y, sin embargo, oh alma mía, tu sonrisa an­hela las lágrimas, y tu boca trémula, los sollozos."

Del gran anhelo

Oh alma mía, yo te he enseñado a decir «Hoy» como se dice «Alguna vez» y «En otro tiempo» y a bailar tu ronda por encima de todo Aquí y Ahí y Allá.

Oh alma mía, yo te he redimido de todos los rincones, yo he apartado de ti el polvo, las arañas y la penumbra.

Oh alma mía, yo te he lavado del pequeño pudor y de la vir­tud de los rincones y te persuadí a estar desnuda ante los ojos del sol.

Con la tempestad llamada «Espíritu» soplé sobre tu mar agitado; todas las nubes las expulsé de él soplando, estrangu­lé incluso al estrangulador llamado «Pecado».

Oh alma mía, te he dado el derecho de decir no como la tempestad y de decir sí como dice sí el cielo abierto: silencio­sa como la luz te encuentras ahora, y caminas a través de tempestades de negación.

Oh alma mía, te he devuelto la libertad sobre lo creado y lo increado: ¿y quién conoce la voluptuosidad de lo futuro como tú la conoces?

Oh alma mía, te he enseñado el despreciar que no viene como una carcoma, el grande, amoroso despreciar, que ama máximamente allí donde máximamente desprecia.

Oh alma mía, te he enseñado a persuadir de tal modo que persuades a venir a ti a los argumentos mismos: semejante al sol, que persuade al mar a subir hasta su altura.

Oh alma mía, he apartado de ti todo obedecer, todo doblar la rodilla y todo llamar «señor» a otro, te he dado a ti misma el nombre «Viraje de la necesidad» y «Destino».

Oh alma mía, te he dado nuevos nombres y juguetes multi­colores, te he llamado «Destino» y «Contorno de los contor­nos» y «Ombligo del tiempo» y «Campana azur».

Oh alma mía, a tu terruño le he dado a beber toda sabidu­ría, todos los vinos nuevos y también todos los vinos fuertes, inmemorialmente viejos, de la sabiduría.

Oh alma mía, todo sol lo he derramado sobre ti, y toda noche y todo callar y todo anhelo: así has crecido para mí cual una viña.

Oh alma mía, inmensamente rica y pesada te encuentras ahora, como una viña, con hinchadas ubres y densos y dora­dos racimos de oro:

apretada y oprimida por tu felicidad, aguardando a cau­sa de tu sobreabundancia, y avergonzada incluso de tu aguar­dar.

¡Oh alma mía, en ninguna parte hay ahora un alma que sea más amorosa y más comprehensiva y más amplia que tú! El futuro y el pasado ¿dónde estarían más próximos y juntos que en ti?

Oh alma mía, te he dado todo, y todas mis manos se han va­ciado por ti: ¡y ahora! Ahora me dices, sonriente y llena de melancolía: «¿Quién de nosotros tiene que dar las gracias?

¿el que da no tiene que agradecer que el que toma tome? ¿Hacer regalos no es una necesidad? ¿Tomar no es un apia­darse?»

Oh alma mía, comprendo la sonrisa de tu melancolía: ¡Tam­bién tu inmensa riqueza extiende ahora manos anhelantes!

¡Tu plenitud mira por encima de mares rugientes y busca y aguarda; el anhelo de la sobreplenitud mira desde el cielo de tus ojos sonrientes!

¡Y, en verdad, oh alma mía! ¿Quién vería tu sonrisa y no se desharía en lágrimas? Los ángeles mismos se deshacen en lá­grimas a causa de la sobrebondad de tu sonrisa.

Tu bondad y tu sobrebondad son las que no quieren la­mentarse y llorar: y, sin embargo, oh alma mía, tu sonrisa an­hela las lágrimas, y tu boca trémula, los sollozos.

«¿No es todo llorar un lamentarse? ¿Y no es todo lamentar­se un acusar?» Así te hablas a ti misma, y por ello, oh alma mía, prefieres sonreír a desahogar tu sufrimiento,

¡a desahogar en torrentes de lágrimas todo el sufrimien­to que te causan tu plenitud y todos los apremios de la viña para que vengan viñadores y podadores!

Pero tú no quieres llorar, no quieres desahogar en lágrimas tu purpúrea melancolía, ¡por eso tienes que cantar, oh alma mía! Mira, yo mismo sonrío, yo te predije estas cosas:

cantar, con un canto rugiente, hasta que todos los mares se callen para escuchar tu anhelo, hasta que sobre silenciosos y anhelantes mares se balan­cee la barca, el áureo prodigio, en torno a cuyo oro dan brin­cos todas las cosas malas y prodigiosas:

también muchos animales grandes y pequeños, y todo lo que tiene prodigiosos pies ligeros para poder correr sobre senderos de color violeta,

hacia el áureo prodigio, hacia la barca voluntaria y su dueño: pero éste es el vendimiador, que aguarda con una po­dadera de diamante,

tu gran liberador, oh alma mía, el sin-nombre ¡al que sólo cantos futuros encontrarán un nombre! Y, en verdad, tu aliento tiene ya el perfume de cantos futuros,

¡ya tú ardes y sueñas, ya bebes tú, sedienta, de todos los consoladores pozos de sonoras profundidades, ya descansa tu melancolía en la bienaventuranza de cantos futuros!

Oh alma mía, ahora te he dado todo, e incluso lo último que tenía, y todas mis manos se han vaciado por ti: ¡el mandar­te cantar, mira, esto era mi última cosa!

El mandarte cantar, y ahora habla, di: ¿quién de nosotros tie­ne ahora que dar las gracias? O mejor: ¡canta para mí, canta, oh alma mía! ¡Y déjame que sea yo el que dé las gracias!

Así habló Zaratustra.

Friedrich Nietzsche (Alemania, 1844-1900).

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