"... se sentaba a escuchar la música silenciosa de las nubes."
(Fragmento del capítulo 36: Construcción)
Pero
por encima de todos los compradores y sociedades están los sueños del corazón, especialmente
en el otoño, cuando cae la noche y las nubes del mundo están llenas de maravillosas
imágenes. Asta Sóllilja está sentada ante la ventana, contemplándolas. Su madre
se encuentra abajo, hablando con la vaca, alimen- tándola, acariciándola y
esperando que tenga sed, en tanto que su abuela está sentada, encorvada, en la
cama, en el ocaso, con el dedo en la boca y apenas un verso de himno en sus
labios... ser incomprensible, que, a pesar de todo, tiene una hermana en el
sur. Y luego, de los cielos surge el resplandor de remotos continentes, con
océanos de variados colores y proteicas costas. Tierras de leyenda, ciudades.
Del mar verde cristal se elevan palacios purpúreos que se sumergen una vez más
con sus torres, y el océano se disuelve y se transforma en un huerto cargado de
frutos, circundado por fantásticas montañas de picachos vivientes, de cimas que
hacen reverencias y se abrazan antes de desaparecer. Nunca antes había estado
sentada de ese modo ante la ventana. Y ahora entrelazó sus pensamientos de él a
las fugitivas apariciones del aire. Él. Esos extraños países de océanos y velas
aleteantes, de ciudades y huertos, que vivían y revoloteaban en los cielos con
exótico brillo, eran todos un pensamiento mudo de él, un sueño de futuro sin
mundo, sin días. Él, él, él. Oyó a la vaca, abajo, lengüeteando su agua, y
lejos, muy lejos, a su madre hablando a la vaca de la vida del hombre, y
escuchó el murmullo de su remota conversación carente de sentido, y la escuchó
desde la distancia de las nubes de arriba, donde tenía su morada, donde compartía
con él su reino, como en las palabras de la danza popular:
Vive
mi amor bajo un lejano techo,
en
hogar que no sabe de dolor,
que
no conoce el llanto ni la angustia.
Por
siempre mi alegría está junto a mi amor.
Oh,
si aquello no terminara jamás, si pudiese existir hasta la eternidad, en el
incansable esplendor de su colorido... Y así, noche tras noche, se sentaba a
escuchar la música silenciosa de las nubes.
Halldór Laxness (Islandia, 1998). Obtuvo el premio Nobel en 1955.
(Traducido al español por Enrique Bernárdez).
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