martes, 7 de agosto de 2018

Solsticio: TRÓPICO DE CAPRICORNIO, de Henry Miller

"¿... o es que me había convertido en un muñeco tan maravillosamente amaestrado, que interpretaba el pensamiento antes de que llegara a los labios?"

(Fragmento)

Vivíamos pegados al techo, y el tufo caliente y repugnante de la vida diaria ascendía y nos sofocaba. Vivíamos con el calor del mármol, y el ardor ascendente de la carne humana caldeaba los anillos como de serpiente en que estábamos encerrados. Vivíamos cautivados por las profundidades más hondas, con la piel ahumada hasta alcanzar el color de un habano gris por las emanaciones de la pasión mundana. Como dos cabezas llevadas en las picas de nuestros verdugos, girábamos lenta y fijamente sobre las cabezas de hombros de abajo. ¿Qué era la vida en la tierra sólida para nosotros que estábamos decapitados y unidos para siempre por los genitales? Éramos las serpientes gemelas del Paraíso, lúcidas en celo y frías como el propio caos. La vida era un joder perpetuo y negro en torno a un poste fijo de insomnio. La vida era escorpión en conjunción con Marte, en conjunción con Mercurio, en conjunción con Venus, en conjunción con Saturno, en conjunción con Plutón, en conjunción con Urano, en conjunción con el mercurio, el láudano, el radio, el bismuto. La gran conjunción se producía todos los sábados por la noche, Leo fornicando con el Dragón en la casa de los hermanos. El gran malheur era un rayo de sol que se filtraba por las cortinas. La maldición era Júpiter, que podía fulgurar con mirada benévola.

La razón por la que es difícil contarlo es porque recuerdo demasiado. Recuerdo todo, pero como un muñeco sentado en las rodillas de un ventrílocuo. Me parece que durante el largo e ininterrumpido solsticio conyugal estuve sentado en su regazo (incluso cuando ella estaba de pie) y recité el parlamento que ella me había enseñado. Me parece que debió de ordenar al fontanero jefe de Dios que mantuviera brillando la negra estrella a través del agujero en el techo, debió de mandarle que derramase una noche perpetua y, con ella, todos los tormentos reptantes que van y vienen silenciosamente en la oscuridad, de modo que la mente se convierte en un punzón que gira y horada frenéticamente la negra nada. ¿Imaginé simplemente que ella hablaba sin cesar, o es que me había convertido en un muñeco tan maravi- llosamente amaestrado, que interpretaba el pensamiento antes de que llegara a los labios? Los labios estaban entreabiertos, suavizados con una espesa pasta de sangre oscura: los veía abrirse y cerrarse con suma fascinación, tanto si silbaban con odio viperino como si arrullaban como una tórtola. Siempre estaban en primer plano, como en los anuncios de las películas, por lo que ya conocía cada grieta, cada poro, y, cuando empezaba la salivación histérica, veía espumear la saliva como si estuviera sentado en una mecedora bajo las cataratas del Niágara. Aprendí lo que debía hacer exactamente como si fuera parte de su organismo; era mejor que un muñeco de ventrílocuo porque podía actuar sin que tirasen de mí violentamente por medio de hilos. De vez en cuando improvisaba, lo que a veces le agradaba enormemente; desde luego, hacía como que no notaba las interrupciones, pero yo siempre sabía cuándo le gustaba por la forma como se pavoneaba. Tenía el don de la transformación; era casi tan rápida y sutil como el propio diablo. Después de la de pantera y la de jaguar, la transformación que mejor se le daba era la de ave: la de garza salvaje, la de ibis, la de flamenco, la de cisne en celo.Tenía una forma de bajar en picado de repente, como si hubiera avistado un cadáver maduro, lanzándose derecha a las entrañas, arrojándose de inmediato sobre los bocados preferidos -el corazón, el hígado, o los ovarios- y remontando el vuelo de nuevo en un abrir y cerrar de ojos. Si alguien la descubría, se quedaba quieta como una piedra en la base de un árbol, con los ojos no del todo cerrados pero inmóviles con esa mirada fija del basilisco. Si la aguijoneaban un poco, se convertía en una rosa, una rosa intensamente negra con los pétalos más sedosos y de una fragancia irresistible.


Henry Miller (EUA, 1891-1980).

(Traducido al español por Carlos Manzano).

No hay comentarios.:

Publicar un comentario