"... en casa contemplamos los fuegos desde la terraza (...) y señalábamos gritando las hogueras más lejanas y las más grandes."
(Fragmento inicial)
(Fragmento inicial)
La noche de San Juan
A veces pienso que de atreverme a subir hasta lo alto de la colina, no me habría escapado luego de casa. La noche de San Juan debió de ser por entonces, porque ya varias veces habíamos tomado la carretera del valle y subido hasta los avellanos a buscar el rodal de las fogatas. Sabíamos que en la cima los había tan anchos como un prado. Pero un día Gosto se ufanó de que de muchacho su abuelo se había escapado de casa y caminando por el valle había subido tan alto que desde allí arriba veía el mar.
El valle nos conducía a una viña casi llana, envuelta en jaras. Qué hacíamos allí hasta la noche, no lo sé. Mirábamos las copas de los árboles. Le decía a Gosto que en el mar no encienden hogueras, porque el mar es llanura, y tendido en la hierba me aburría contemplando las nubes. Había también grillos, en aquella viña, y me hubiese gustado ser como ellos para pasar allí la noche y allí encontrarme por la mañana con la primera luz, cuando el sol está todavía frío. El sol, en nuestra tierra, sale por detrás de las colinas bajas, donde el abuelo de Gosto había visto de muchacho el mar.
Que el mar quedaba por aquella parte, se lo había dicho yo a Gosto. Los días de tempestad, era por allí que se alzaba el tiempo y el sol volvía a batir como sobre un gran campo de flores, mientras que donde estábamos nosotros aún goteaba. El mar yo siempre me lo he imaginado como un cielo sereno visto a través del agua. La carretera que desciende hasta las colinas no es un camino de campo; deja el valle y sale a una llanura que desciende siempre y que tiene unos árboles que parecen jardines. Una vez en el recodo, pasada la boca del valle, pasado el puente de hierro, está la casita de la Piaña, con su balcón de geranios. Allí abajo ya no hay viñas, ni bosques, ni establos; carrucos tirados por bueyes no suben por allí; suben, en cambio, los birlochitos a todo correr y pandillas con quitasoles.
Toda la noche de San Juan, Gosto había estado vagando por el pueblo y yo no pude ir con él porque en casa contemplamos los fuegos desde la terraza. Gosto me esperaba abajo en la calle, y señalábamos gritando las hogueras más lejanas y las más grandes. Pero luego pasó la banda de música que iba al pueblo -estaban todos, Cándido también- y yo me pegaba a los barrotes y les llamaba; Cándido se detuvo para saludar a mis hermanas y bromear con ellas; luego se pusieron en fila, tocando, y Gosto con ellos, y se fueron a la plaza y durante toda la noche se oyó el clarinete de Cándido y trombones y guitarras y cantar a voz en cuello, especialmente las mujeres. Nosotros nos fuimos a dormir cuando las últimas hogueras se apagaban en las negras colinas, y en la cama lloraba de rabia, pero las voces dispersas de los borrachos y de los perros me hicieron pensar en la viña y en los birlochos y en las colinas que al día siguiente vería de nuevo a placer.
Cesare Pavese (Italia, 1908-1950).
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