domingo, 8 de abril de 2018

Nieve: EL TAMBOR DE HOJALATA, de Günter Grass

"En calles silenciosas y casi desiertas, contemplaba desde el nicho abrigado de algún zaguán los escaparates..."

Escaparates
 
(Fragmento)

Bastante después del anochecer, una o dos horas después del cierre de las tiendas, me escapaba de mi mamá y de Matzerath. Salía a la noche invernal. En calles silenciosas y casi desiertas, contemplaba desde el nicho abrigado de algún zaguán los escaparates de enfrente: tiendas de comestibles finos, mercerías y, en una palabra, todas aquellas que exhibían zapatos, relojes, joyas, cosas deseables y fáciles de llevar. No todos los escaparates estaban iluminados. Y yo inclusive prefería aquellas tiendas que, lejos de los faroles callejeros, mantenían su oferta en la semioscuridad; porque la luz atrae a todos, aun al más vulgar, en tanto que la semioscuridad sólo hace detenerse a los elegidos.
 
No me interesaban las gentes que, callejeando, echaban de paso un vistazo a los escaparates deslumbrantes, más a las etiquetas con los precios que a los objetos mismos, o que se aseguraban, en el reflejo de los cristales, de que llevaban el sombrero bien puesto. Los clientes a los que yo esperaba en medio del frío seco y sin viento, detrás de una tormenta de nieve de grandes copos, dentro de una espesa nevada silenciosa o bajo una luna que aumentaba con la helada, eran los que se detenían ante los escaparates como obedeciendo a una llamada y no buscaban mucho tiempo en los anaqueles, sino que, al poco rato o en seguida, posaban su mirada en uno solo de los objetos allí expuestos.
 
Mi propósito era el del cazador. Requería paciencia, sangre fría y una vista libre y segura. Sólo cuando se daban todas estas condiciones le correspondía a mi voz matar la caza en forma incruenta y analgésica: le correspondía tentar. Pero, ¿tentar a qué?
 
Al robo. Porque, con un grito absolutamente inaudible, cortaba yo en el cristal del escaparate, exactamente a la altura del plano inferior y, de ser posible, delante mismo del objeto deseado, unos agujeros perfectamente circulares y, con una última elevación de la voz, empujaba el recorte del cristal hacia el interior del escaparate, donde se producía un tintineo prontamente sofocado, pero que no era el tintineo del vidrio al romperse, aunque yo no pudiera oírlo, porque Óscar estaba demasiado lejos. Pero aquella joven señora de la piel de conejo en el cuello del abrigo pardo, vuelto ya seguramente una vez al revés, ella sí oía el tintineo y se estremecía hasta su piel de conejo; quería irse a través de la nieve, pero no obstante se quedaba, tal vez precisamente porque estaba nevando, o bien porque cuando está nevando, siempre que la nieve sea suficientemente espesa, todo está permitido. ¿Y que sin embargo mirara a su alrededor, como sospechando de los copos de nieve, como si detrás de los copos no hubiera siempre más copos; que siguiera mirando a su alrededor cuando ya su mano derecha salía del manguito, recubierto asimismo de piel de conejo? Y luego, sin preocuparse más de su alrededor, metía la mano por el recorte circular, empujaba primero a un lado el redondel de vidrio, que se había volcado precisamente sobre el objeto ansiado, y sacaba primero uno de los zapatitos de ante negro, y luego el izquierdo, sin estropear los tacones y sin lastimarse la mano en los cantos vivos del agujero. A derecha e izquierda desaparecían los zapatos, en los correspondientes bolsillos del abrigo. Por espacio de un instante, por espacio de cinco copos, Óscar veía un lindo perfil, por lo demás insulso; y cuando empezaba ya a pensar que se trataba tal vez de uno de los maniquíes de los almacenes Sternfeld salido milagrosamente de paseo, he aquí que se disolvía entre la nieve que caía, volvía a hacerse ver bajo la luz amarillenta del siguiente farol y, abandonando el cono luminoso, la joven recién casada o el maniquí emancipado desaparecía.
 
Una vez realizado mi trabajo -y todo aquel esperar, espiar, no poder tocar el tambor y, finalmente, encantar y derretir el vidrio helado era, en verdad, una labor ardua-, no me quedaba otra cosa que hacer que irme para casa igual que la ladrona, pero sin botín; con el corazón ardiente y frío a la vez.
 
No siempre conseguía, por supuesto, llevar mi arte tentador hasta un éxito tan categórico como en el caso típico que acabo de describir. Así, por ejemplo, mi ambición era hacer de una parejita de enamorados una pareja de ladrones. Pero, o bien no querían ni el uno ni la otra, o bien él ya metía la mano pero ella se la retiraba, o era ella la que se atrevía y él, suplicante, la hacía desistir y, en adelante, despreciarlo. En una ocasión, durante una nevada copiosa, seduje delante de una tienda de perfumería a una parejita de aspecto particularmente joven. Él se hizo el valiente y robó un agua de Colonia. Ella rompió a llorar, afirmando que prefería renunciar a todos los perfumes. Pero él quería darle la loción, y logró imponer su voluntad hasta el farol siguiente. Aquí, sin embargo, en forma ostensible y como si se hubiera propuesto vejarme, la niña lo besó, poniéndose para ello de puntillas, hasta que él volvió sobre sus pasos y devolvió el agua de Colonia al escaparate.
 
 
nter Grass (Alemania, 1927-2015). Obtuvo el premio Nobel en 1999.

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