miércoles, 28 de marzo de 2018

Nieve: ENTRE DOS PALACIOS, de Naguib Mahfuz

 "... cuando llega a sus oídos el ronroneo del avión por el que deduce que han venido a buscarla entre la nieve."

(Fragmento del capítulo 39)

Uno de aquellos atardeceres, estando en su asiento bajo el ventanuco del café de Si Ali, vio a la tañedora de laúd salir sola de la casa. Se levantó de repente y la siguió. Ella se dirigió al callejón de el-Tarbía y él fue detrás. Luego, ella se detuvo delante de una tienda, y él se paró a su lado. La muchacha esperó a que el perfumista hubiera terminado con algunos clientes, y él esperó, sin que ella se volviera hacia su lado, por lo que dedujo de esa fingida «ignorancia» que había notado su presencia -como sin duda había deducido también que la seguía desde el principio-, y le susurró de cerca «buenas tardes». Ella continuó mirando hacia adelante, pero el hombre notó, en las comisuras de sus labios, el sesgo de una sonrisa que respondía a su saludo, o que le compensaba de haberla seguido continuamente tarde tras tarde. Dio un suspiro de descanso y de triunfo, seguro de recoger el fruto de su paciencia, y el deseo le hizo la boca agua, igual que al glotón cuando llega a su nariz el aroma del asado que le están preparando. Consideró conveniente aparentar que los dos habían llegado juntos, y pagó el precio de sus compras de alheña y granado silvestre con el ánimo propio de un hombre que cree ganar, cumpliendo este agradable deber, un derecho aún más agradable y placentero. No tuvo en cuenta la tendencia que ella manifestó de incrementar las compras cuando estuvo segura de que él pagaría. En el camino de vuelta le dijo, con la prisa de quien teme que se termine pronto: «Señora de la hermosura y la belleza, como ves, me he pasado la vida detrás de ti. ¿Es que la recompensa del enamorado va a ser sólo este encuentro?». Ella le lanzó una mirada maliciosa, preguntándole con ironía: «¿Sólo este encuentro?». El hombre estuvo a punto de soltar una carcajada, como solía hacer siempre que se apoderaba de él la embriaguez de la alegría, pero se apresuró a cerrar la boca por miedo a provocar un alboroto que atrajera sobre ellos las miradas, y le contestó murmurando: «El encuentro y lo que eso conlleva». Ella dijo con tono crítico: «Cualquiera de vosotros pide con toda simplicidad "el encuentro". Una palabrita…, pero que significa una enorme labor que algunos no logran más que con la petición de mano, los buenos oficios, la recitación de la fátiha, la dote, el ajuar y el casamentero oficial. ¿No es así, señor efendi, alto y fornido como un camello?». Él se ruborizó, confundido, y dijo: «¡Qué reprimenda! Cualquiera que sea su crueldad, viniendo de tus labios es como si fuera miel. ¿No es así el amor, dueña de la hermosura, desde que Dios creó la tierra y a los que la habitan?». La mujer respondió, enarcando las cejas hasta el borde del arús del velo, como una libélula desplegando sus alas: «Pero ¿quién me dará a entender lo que es el amor, camello mío? Yo no soy más que una tañedora de laúd. ¿Acaso el amor tiene también exigencias?». Él contestó, ganado por la risa: «Estas y las exigencias del encuentro son una misma cosa». «¿Ni más ni menos?». «Ni más ni menos». «¿Ni un poquito más ni un poquito menos…?». «¡Ni un poquito más ni un poquito menos!». «¿Eso es quizás lo que llaman fornicar?». «¡Exactamente!». Ella se echó a reír y dijo: «De acuerdo… Espera donde todas las tardes, en el café de Si Ali y, cuando yo abra la ventana, ven a casa».

Esperó una tarde, otra y otra más; la primera, ella salió con el conjunto musical en el carricoche; la segunda, fue con la cantora en el coche de caballos y la última tarde no apareció en la casa ningún signo de vida. Se hizo de noche y las tiendas cerraron; la calle quedó desierta y las sombras envolvieron el-Guriyya. Sintió -como le ocurría con frecuencia-, en la soledad de la calle y en su oscuridad, un extraño impulso de hacer desaparecer su deseo. Aumentó su desasosiego; pero todo tiene un fin, incluso la espera que parece no tenerlo.

Del lado de la ventana, sumida en la oscuridad, le llegó un chasquido que insufló en sus entrañas una nueva esperanza, como la que se suscita en la persona que vaga en el Polo Norte cuando llega a sus oídos el ronroneo del avión por el que deduce que han venido a buscarla entre la nieve. Apareció una rendija por la que se difundió la luz, y después se iluminó la silueta de la tañedora en medio de la abertura. Él se levantó rápidamente, abandonó el café, atravesó la calle hacia la casa de la cantora y empujó la puerta sin llamar. Esta se abrió como si una mano hubiese descorrido el cerrojo. Penetró, encontrándose en una espesa oscuridad que le impidió hallar el lugar de la escalera, por lo que tuvo que pararse para evitar tropezar o dar un paso en falso. Le asaltaron unas preguntas que no pudieron por menos que angustiarlo: ¿Zannuba lo había invitado sin que lo supiera la cantora? ¿Esta le permitía reunirse con sus amantes en la casa? Pero sacó la lengua despectivamente, porque ningún obstáculo podía hacerle desistir de una aventura y, además, porque el hecho de pillar a un amante en esa casa, cuyos muros custodiaban el corazón de tantos amantes, no era como para precaverse de sus consecuencias.
 

Naguib Mahfuz (Egipto, 1911-2006). Obtuvo el premio Nobel en 1988.

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