jueves, 8 de febrero de 2018

Nieve: LOS THIBAULT, de Roger Martin du Gard



Tomo VI: La muerte del padre
 
(Fragmento del capítulo XIII)

Sabía perfectamente que si su padre viviera todavía, le habría detestado y huido de nuevo. Sin embargo, permanecía aquí, abatido, presa de unas sensaciones sentimentales e indefinidas. Echaba de menos algo indeterminado..., algo que pudiera haber sido. Durante un instante, incluso, se deleitó en imaginarse a un padre cariñoso, generoso, comprensivo, para poder lamentarse de no haber sido el hijo irreprochable de este padre afectuoso.
 
Luego, encogiéndose de hombros, dio media vuelta y salió del cementerio.
 
El pueblo había recobrado algo de animación. Los campesinos terminaban su jornada. Las ventanas se iluminaban.
 
Para evitar las casas, en lugar de tomar en dirección a la estación, empezó a andar por el camino del Molino Nuevo y, casi en seguida, se encontró en el campo.
 
Ya no estaba solo. Insinuante y persistente como un olor, le había perseguido la idea de la muerte, se aferraba a él, penetraba uno a uno todos sus pensamientos. Andaba a su lado en esta llanura silenciosa, bajo esta luz temblorosa que palpitaba bajo la nieve, en esta atmósfera dulcificada por una tregua momentánea del viento. Él no luchaba; se abandonaba a esta opresión de la muerte; y la intensidad con que se le aparecía en este momento la inutilidad de la vida, la vanidad de todo esfuerzo, llegaba a provocar en él una exaltación voluptuosa. ¿Por qué querer? ¿Esperar qué? Toda existencia es irrisoria. Nada, absolutamente nada merece ya la pena desde que se conoce la muerte. Esta vez se sentía afectado en lo más íntimo. Ninguna ambición ya, ningún deseo de dominio, ningún deseo de realizar nada por completo. Y no se imaginaba que pudiera sanar nunca de esta angustia, ni recobrar la tranquilidad; ni siquiera tenía la veleidad de creer que, si bien la vida es breve, también el hombre tiene a veces la oportunidad de poner algo de sí mismo al abrigo de la destrucción. Que, algunas veces, le es otorgado alzar algo de su sueño por encima de la ola que le arrastra, para que algo suyo siga flotando después de haberse hundido él.
 
Caminaba sin objeto, con pasos rápidos e irregulares, rígido, como una persona que huye y lleva junto a su pecho una cosa frágil. ¡Evadirse de todo! No solamente de la sociedad y de sus colmillos; no solamente de la familia, de la amistad, del amor; no solamente de sí mismo, de las tiranías del atavismo y de la costumbre; sino evadirse también de su esencia más íntima, de este absurdo instinto vital que apega aún a la existencia a los más miserables despojos humanos. De nuevo volvió a ocurrírsele, bajo su forma abstracta, la idea tan lógica del suicidio, de la desaparición voluntaria y total. En una palabra, el aterrizaje en lo inconsciente. Volvió a ver, de pronto, a su padre difunto y su hermoso semblante lleno de paz.
 
«... Ya descansaremos, tío Vania... Ya descansaremos...»
 
En contra de su voluntad, se vio distraído por el ruido de algunos carros, cuyos faroles veía ya, y que venían a su encuentro, balanceándose a través de los surcos, entre los gritos y las risotadas de los carreteros. La idea de tener que cruzarse con personas, se le hizo insoportable. Sin dudarlo ni un momento, saltó a la cuneta llena de nieve que bordeaba el camino, cruzó titubeante una tierra de cultivo endurecida, alcanzó el lindero de un bosquecillo y se lanzó por la espesura.
 
Las hojas heladas crujían bajo sus suelas; los extremos punzantes de las ramas le fustigaban las mejillas. Al propósito, se había metido las manos en los bolsillos y se sumergía con embriaguez en la espesura, gustando de esta flagelación, sin saber a donde iba, pero decidido a huir de los caminos, de los hombres, de todo.
 
 
Roger Martin du Gard (Francia, 1881-1958). Obtuvo el premio Nobel en 1937.
 
(Traducido al español por Félix Caballero).

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