miércoles, 29 de noviembre de 2017

Eclipse: LAS ISLAS DE LA IMPRUDENCIA, de Robert Graves

"Esa noche, cuando la luna se elevó por el este, se encontraba en eclipse total..."
 
(Fragmento del capítulo 20: El eclipse)

El padre Joaquín, que había traído consigo un cesto lleno del famoso febrífugo llamado corteza de los jesuitas, se perdió en el Santa Ysabel; con calor, cuidados y una decocción de este amargo medicamento, quizá la fiebre no hubiera resultado mortal para ninguno de nosotros. No creo que el sitio tuviera que ser el mayor inculpado; aunque es evidente que la dieta desacostumbrada, el súbito descenso de la temperatura por la noche, los frecuentes chubascos que empapaban la ropa de los soldados que se les secaba sobre el cuerpo, la humedad del suelo sobre el que dormían -sin cuidarse de fabricarse plataformas como lo hacían los nativos- fueron todos factores enemigos de la salud de todo español cuya constitución no fuera de piedra. Pero pensé que mientras el coronel mantuvo a los hombres severamente disciplinados y activamente ocupados, nadie había manifestado el más ligero síntoma de la enfermedad; que, en realidad, la peste que nos atormentaba era lo que los italianos llaman la influenza, que atribuyen a misteriosas influencias planetarias, más que a las malas condiciones sanitarias o a la proximidad de pútridos marjales. Es a menudo la secuela de un difundido desamor, un crimen o un desastre público, o de una prolongada guerra que ninguna de ambas partes tiene el coraje de acabar de algún modo; y atribuyo mi propia recuperación al cuidado que había tenido en no participar de manera directa en los malignos acontecimientos cuya crónica estuvo a mi cargo.
 
La primera muerte ocurrió el 17 de octubre, la vigilia de San Lucas Evangelista, triste manera de hacernos recordar que no contábamos con médico alguno; y la víctima no fue otra que el padre Antonio. Su fallecimiento causó profunda pena a todos, salvo a los Barreto, pero sobre todo al vicario, que le había dado el viático. Se lamentaba que daba pena sobre el cadáver del capellán y, con los ojos alzados al cielo y lágrimas en las mejillas, pude oír que clamaba:
 
- ¡Oh, Señor, Dios mío, qué pesado es el castigo que has impuesto a mis pecados! ¿Me has dejado, Señor, sin un sacerdote con quien pueda confesarme...? ¡Oh, padre Antonio de Serpa, cuán afortunada ha sido tu suerte! Sumido en situación tan triste, de buen grado cambiaría mi suerte por la tuya: aunque tengo la potestad de absolver los pecados de cada cual en esta isla, nadie puede hacer lo mismo por mí.
 
Andando con pie trastabillante de un sitio al otro, con la cara oculta en las manos, se negaba a recibir consuelo alguno, aunque Pedro Fernández y Juan de la Isla le imploraban que se serenara. Luego se arrastró a la iglesia y allí lloró sin control frente al altar, rezando por el alma del padre Antonio y ensalzando sus virtudes; y por fin se dirigió al cementerio y, pidiendo una espada, cavó una tumba profunda con sus propios débiles brazos.
 
Esa noche, cuando la luna se elevó por el este, se encontraba en eclipse total, lo cual fue motivo de gran consternación: había oído decir que esa era una ocasión en que las brujas estaban en libertad de cometer el mal que el capricho les dictara, y que el espíritu de un gran personaje abandonaría su cuerpo antes de que una nueva luna se elevara. Ningún centinela ocupó su puesto sin llevar un amuleto al cuello y un camarada a su lado; y al romper el día corrió el rumor por el campamento de que cierto oficial, al abandonar su tienda para ir a evacuar a la luz de las estrellas, había visto a una mujer desnuda con una rama en la mano que utilizaba para hechizar la residencia. Di poco crédito a este rumor; pero otro, el de que el cadáver de Sebastián se había desintegrado durante la noche, fuera por obra de perros hambrientos o de brujas, me fue solemnemente confirmado por Myn.

 
Robert Graves (Inglaterra, 1895-1985).

No hay comentarios.:

Publicar un comentario