jueves, 21 de diciembre de 2017

Eclipse: ABADDÓN EL EXTERMINA- DOR, de Ernesto Sabato

"... una incierta nerviosidad como la que sienten los animales en el momento en que un eclipse se aproxima."
 
Cuando Bruno llegó al café

encontró a S. como ausente, corno quien está fascinado por algo que lo aísla de la realidad, pues apenas pareció verlo y ni siquiera lo saludó. Observaba a una gata perversa y somnolienta, que unas cuantas mesas más allá leía o simulaba leer un gran libro. Y estudiándola, cavilaba sobre el abismo que muchas veces existe entre la edad que figura en los registros civiles y la otra, la que resulta de los desastres y pasiones. Porque mientras la sangre hace su recorrido de células y años, ese recorrido que candorosamente examinan y hasta miden los médicos con aparatos y tratan de paliar con píldoras y vendajes, mientras se festejan (pero por qué, por qué?) los aniversarios que marcan los almanaques, el alma sufre decenios y hasta milenios, por obra de implacables poderes. O porque ese cuerpo, que inocentemente manejan los médicos campesinos que expulsan o matan plagas de hongos o gorgojos en una tierra que más abajo oculta cavernas con dragones ha heredado el alma de otros cuerpos moribundos, de hombres o peces, de pájaros o reptiles. De manera que su edad puede ser de cientos o de miles de años. Y también porque, como decía Sabato, aun sin transmigraciones, el alma envejece mientras el cuerpo descansa, por su visita a los antros infernales en la noche. Motivo por el cual se suelen observar hasta en niños miradas y sentimientos o pasiones que sólo pueden explicarse mediante esa turbia herencia de murciélago o de rata, o por esos descensos nocturnos al infierno, descensos que calcinan y agrietan el alma, mientras el cuerpo que duerme se mantiene joven y engaña a esos doctores que consultan sus manómetros, en lugar de escrutar sutiles signos en sus movimientos o en el brillo de sus ojos. Porque esa calcinación, ese encallamiento es posible detectarlo en cierto temblor al caminar, en alguna torpeza, en peculiares pliegues de la frente; pero también, o sobre todo, en la mirada, ya que el mundo que observa no es más el del chico inocente sino el de un monstruo que ha presenciado el horror. De modo que esos hombres de ciencia deberían más bien acercarse a la cara, analizar con extremo cuidado y hasta con malicia las pequeñísimas marcas que van esbozándose. Y especialmente tratando de sorprender algún fugacísimo brillo en los ojos, porque, de todos los intersticios que permiten espiar lo que sucede allá abajo, los ojos son los más importantes; recurso supremo que resulta imposible con los Ciegos, que de esa manera preservan sus tenebrosos secretos. Desde su rincón, le era imposible estudiar esos indicios en la cara. Pero le quedaban los otros, le bastaba seguir los lentos y apenas esbozados movimientos de sus largas piernas al reacomodarse, de su mano al llevar el cigarrillo a la boca, para saber que aquella mujer tenía infinita- mente más edad que los veintitantos de su cuerpo: experiencia proveniente de alguna serpientegato prehistórica. Un animal que pérfidamente aparentaba indolencia, pero que tenía la sigilosa sexualidad de la víbora, lista para el salto traicionero y mortal.
 
Porque a medida que pasaba el tiempo y el examen se hacía más minucioso, sentía que ella estaba en acecho, con esa virtud que tienen los felinos para controlar, aun en la oscuridad, los más insignificantes movimientos de la presa, para percibir rumores que para otros animales pasan inadvertidos, para calcular el más ligero amago del adversario. Sus manos eran largas, como sus brazos y piernas. Tenía un pelo muy renegrido y lacio, que le llegaba hasta los hombros, que se desplazaba a cada movimiento que hacía con mórbida amortiguación. Fumaba con chupadas lentísimas pero muy hondas. Había algo en su cara que producía desazón, hasta que pudo entender que era causado por la excesiva separación de sus ojos: grandes y rasgados, pero casi defectuosamente separados, lo que le confería una especie de inhumana belleza. Sí, era evidente que ella también los escrutaba, a través de sus párpados semicerrados, como somnolientos, en lentas y disimuladas miradas de soslayo, que hacía como sin mirar, como si únicamente levantase la vista del libro para pensar, o para ese abandonarse a las corrientes profundas pero vagas a que uno se abandona cuando está leyendo un texto que hace meditar en la propia existencia. Estiraba voluptuosamente las piernas, echaba una desvaída ojeada sobre las otras gentes, pareciendo detenerse un instante en S., para luego recogerse de nuevo en su impenetrable universo gatoserpentoso.
 
Bruno intuyó que una misteriosa sustancia había caído en el fondo de las aguas profundas de su amigo y, desde allá abajo, mientras se disolvía, desprendía miasmas que seguramente llegaban hasta su conciencia. Sensaciones muy oscuras, pero que para él, para S., eran siempre anuncios de acontecimientos decisivos. Y que producían un malestar, una incierta nerviosidad como la que sienten los animales en el momento en que un eclipse se aproxima. Porque era inverosímil que pudiese hacerlo de semejante modo, con los párpados caídos y esas largas pestañas que debían de velarle aún más la poca luz de que disponía. Equívoca y silenciosamente enviaba sus radiaciones sobre S., que más con su piel que con su cabeza debería de estar percibiendo esa presencia, a través de miríadas de infinitesimales receptores en el extremo de sus nervios, como esos sistemas de radar que en las fronteras vigilan la llegada del enemigo. Señales que a través de complicadas redes llegaban en esos momentos hasta sus vísceras, pero (lo conocía demasiado) no sólo excitándolo sino alertándolo angustiosamente. Allí podía verlo, como recogido en una sombría guarida, hasta que de pronto se levantó, y sin saludarlo sólo dijo a manera de despedida:
 
- Otro día hablaremos de lo que le dije por teléfono.

Ernesto Sábato
(Argentina, 1911-2011).

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