miércoles, 1 de noviembre de 2023

Eclipse solar: EL PAÍS DE LAS PIELES, de Jules Verne

"El pardo disco de la Luna avanzaba lentamente."
 
(Fragmento del capítulo XXIII: El eclipse del 18 de julio de 1860)

Llegó, por fin, el gran día, ¡el 18 de julio! El eclipse total debía durar, según los cálculos de los almanaques, cuatro minutos treinta y siete segundos, es decir, desde las once cuarenta y tres minutos y quince segundos, hasta las once, cuarenta y siete minutos y cincuenta y siete segundos de la mañana.
 
- Pero, ¿tanto es lo que pido? -exclamaba con lastimero acento el astrónomo, mesándose las cabellos-; pido tan solamente que un pedazo de cielo, nada más que el pequeño rincón donde se ha de verificar el eclipse, quede limpio de nubes. ¿Y por cuánto tiempo lo pido? ¡Durante cuatro tristes minutos! ¡Y después que nieve, que truene, que se desencadenen todos los elementos! ¡Todo me importará un bledo!
 
Tomás Black tenía algunas razones para desesperar por completo. Parecía probable que la observación no pudiera efectuarse. Al amanecer, los horizontes estaban cubiertos de brumas. Se elevaban espesas nubes por la parte del Sur, precisamente en la región del cielo en que el eclipse debía verificarse. Pero, sin duda alguna, el dios de los astrónomos tuvo piedad de Black; porque, a eso de las ocho de la mañana, saltó una brisa bastante fresca del Norte que barrió todas las brumas y despejó el firmamento. ¡Ah! ¡qué gritos de gratitud! ¡qué exclamaciones de júbilo se escaparon del pecho del abnegado sabio! En medio de un cielo puro resplandecía un magnífico sol esperando que la Luna, cuya faz eclipsaba aún sus rayos, lo fuese obscureciendo poco a poco. Se llevaron en seguida a la cumbre del promontorio los instrumentos de Tomás Black, quien después de instalarlos debidamente, dirigió sus objetivos hacia el horizonte del Sur, y esperó.
 
Había recuperado toda su acostumbrada paciencia, toda la sangre fría necesaria para su observación. ¿Qué podía temer ahora? Nada, a no ser que el cielo se desplomase sobre su cabeza. A las nueve, no había ni una sola nube, ni el más ligero vapor del horizonte al cénit. ¡Jamás una observación astronómica habíase presentado en condiciones más favorables!
 
Jasper Hobson, Paulina Barnett y todos los habitantes del fuerte habían querido presenciar la operación. La colonia entera hallábase reunida sobre el cabo Bathurst, alrededor del astrónomo. El Sol se elevaba lentamente, describiendo un arco muy amplio sobre la inmensa planicie que se extendía hacia el Sur. Nadie se atrevía a hablar, esperando todos con solemne ansiedad la realización del fenómeno.
 
A eso de las nueve y media comenzó la ocultación. El disco de la Luna mordió el disco del Sol; pero el primero no debía cubrir por completo al segundo más que desde las once, cuarenta y tres minutos y quince segundos; hasta las once, cuarenta y siete minutos y cincuenta y siete segundos, que era el tiempo señalado por el almanaque para el eclipse total; y nadie ignora que no puede haber ningún error en estos cálculos hechos, comprobados y revisados por los astrónomos de todos los observatorios del mundo.
 
Tomás, Black había traído en su equipaje cierta cantidad de cristales ennegrecidos que distribuyó entre sus compañeros, de suerte que todos pudieron seguir los progresos del fenómeno sin detrimento de su vista. El pardo disco de la Luna avanzaba lentamente. Ya los objetos terrestres adquirían un tinte especial anaranjado. La atmósfera en el cénit había cambiado de color. A las diez y cuarto, la mitad del disco solar hallábase obscurecido. Algunos perros, que gozaban de libertad, iban y venían de un lado para otro, dando muestras de cierta inquietud y ladrando en ocasiones de un modo lastimero. Los patos, inmóviles en las orillas del lago, gritaban como en la hora del crepúsculo y buscaban un lugar a propósito para entregarse al sueño. Las madres llamaban a sus pequeñuelos, que se refugiaban debajo de sus alas. Para todos aquellos animales se aproximaba la noche, y con ella la hora del sueño.
 
A las once, las dos terceras partes del disco solar se hallaban cubiertas. Los objetos habían adquirido un tinte vinoso. Reinaba entonces una semiobscuridad que debía hacerse completa durante los cuatro minutos que el eclipse total iba a durar. Pero ya se distinguían algunos planetas, como Mercurio y Venus, y las principales estrellas de ciertas constelaciones, sobresaliendo entre ellas las del Toro y Orion. Las tinieblas aumentaban de minuto en minuto.
 
Tomás Black, sin apartar la pupila del ocular de su potente anteojo, seguía los progresos del fenómeno inmóvil y silencioso. A las once y cuarenta y tres los dos discos debían encontrarse colocados exactamente el uno delante del otro.
 
- ¡Las once y cuarenta y tres! -dijo Jasper Hobson, que observaba atentamente el segundero de su cronómetro.
 
Tomás Black, inclinado sobre el instrumento, no se movía en absoluto. Transcurrió medio minuto.
 
Tomás Black se enderezó con los ojos desmesuradamente abiertos. Se colocó en seguida otra vez delante del ocular durante otro medio minuto, y, enderezándose de nuevo, gritó con voz ahogada:
 
- ¡Se va! ¡Se va! ¡La Luna! ¡La Luna se marcha! ¡Huye! ¡Desaparece! Y, en efecto, el disco lunar se deslizaba sobre el del Sol sin haberlo cubierto todo entero. ¡Solamente las dos terceras parte habían sido obscurecidas!
 
¡Tomás Black se había quedado estupefacto! Los cuatro minutos habían transcurrido ya. La luz iba aumentando. ¡La corona luminosa no se había producido!
 
- Pero, ¿qué ocurre? — preguntó Jasper Hobson.
 
- ¿Qué ocurre? -exclamó el astrónomo—. ¡Ocurre que el eclipse no ha sido total para este lugar del Globo! ¿Me entiende usted? ¡Que no ha sido total!


Jules Verne (Francia, 1828-1905).

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