"El pardo disco de la Luna avanzaba lentamente."
(Fragmento del capítulo XXIII: El eclipse del 18 de julio de 1860)
Llegó,
por fin, el gran día, ¡el 18 de julio! El eclipse total debía durar, según los
cálculos de los almanaques, cuatro minutos treinta y siete segundos, es decir,
desde las once cuarenta y tres minutos y quince segundos, hasta las once,
cuarenta y siete minutos y cincuenta y siete segundos de la mañana.
-
Pero, ¿tanto es lo que pido? -exclamaba con lastimero acento el astrónomo,
mesándose las cabellos-; pido tan solamente que un pedazo de cielo, nada más
que el pequeño rincón donde se ha de verificar el eclipse, quede limpio de
nubes. ¿Y por cuánto tiempo lo pido? ¡Durante cuatro tristes minutos! ¡Y
después que nieve, que truene, que se desencadenen todos los elementos! ¡Todo
me importará un bledo!
Tomás
Black tenía algunas razones para desesperar por completo. Parecía probable que
la observación no pudiera efectuarse. Al amanecer, los horizontes estaban
cubiertos de brumas. Se elevaban espesas nubes por la parte del Sur,
precisamente en la región del cielo en que el eclipse debía verificarse. Pero,
sin duda alguna, el dios de los astrónomos tuvo piedad de Black; porque, a eso
de las ocho de la mañana, saltó una brisa bastante fresca del Norte que barrió
todas las brumas y despejó el firmamento. ¡Ah! ¡qué gritos de gratitud! ¡qué
exclamaciones de júbilo se escaparon del pecho del abnegado sabio! En medio de
un cielo puro resplandecía un magnífico sol esperando que la Luna, cuya faz
eclipsaba aún sus rayos, lo fuese obscureciendo poco a poco. Se llevaron en
seguida a la cumbre del promontorio los instrumentos de Tomás Black, quien
después de instalarlos debidamente, dirigió sus objetivos hacia el horizonte
del Sur, y esperó.
Había
recuperado toda su acostumbrada paciencia, toda la sangre fría necesaria para
su observación. ¿Qué podía temer ahora? Nada, a no ser que el cielo se
desplomase sobre su cabeza. A las nueve, no había ni una sola nube, ni el más
ligero vapor del horizonte al cénit. ¡Jamás una observación astronómica habíase
presentado en condiciones más favorables!
Jasper
Hobson, Paulina Barnett y todos los habitantes del fuerte habían querido
presenciar la operación. La colonia entera hallábase reunida sobre el cabo
Bathurst, alrededor del astrónomo. El Sol se elevaba lentamente, describiendo
un arco muy amplio sobre la inmensa planicie que se extendía hacia el Sur.
Nadie se atrevía a hablar, esperando todos con solemne ansiedad la realización
del fenómeno.
A
eso de las nueve y media comenzó la ocultación. El disco de la Luna mordió el
disco del Sol; pero el primero no debía cubrir por completo al segundo más que
desde las once, cuarenta y tres minutos y quince segundos; hasta las once,
cuarenta y siete minutos y cincuenta y siete segundos,
que era el tiempo señalado por el almanaque para el eclipse total; y nadie
ignora que no puede haber ningún error en estos cálculos hechos, comprobados y
revisados por los astrónomos de todos los observatorios del mundo.
Tomás,
Black había traído en su equipaje cierta cantidad de cristales ennegrecidos que
distribuyó entre sus compañeros, de suerte que todos pudieron seguir los
progresos del fenómeno sin detrimento de su vista. El pardo disco de la Luna
avanzaba lentamente. Ya los objetos terrestres adquirían un tinte especial
anaranjado. La atmósfera en el cénit había cambiado de color. A las diez y
cuarto, la mitad del disco solar hallábase obscurecido. Algunos perros, que
gozaban de libertad, iban y venían de un lado para otro, dando muestras de
cierta inquietud y ladrando en ocasiones de un modo lastimero. Los patos,
inmóviles en las orillas del lago, gritaban como en la hora del crepúsculo y
buscaban un lugar a propósito para entregarse al sueño. Las madres llamaban a
sus pequeñuelos, que se refugiaban debajo de sus alas. Para todos aquellos
animales se aproximaba la noche, y con ella la hora del sueño.
A
las once, las dos terceras partes del disco solar se hallaban cubiertas. Los
objetos habían adquirido un tinte vinoso. Reinaba entonces una semiobscuridad
que debía hacerse completa durante los cuatro minutos que el eclipse total iba
a durar. Pero ya se distinguían algunos planetas,
como Mercurio y Venus, y las principales estrellas de ciertas constelaciones,
sobresaliendo entre ellas las del Toro y Orion. Las tinieblas aumentaban de
minuto en minuto.
Tomás
Black, sin apartar la pupila del ocular de su potente anteojo, seguía los
progresos del fenómeno inmóvil y silencioso. A las once y cuarenta y tres los
dos discos debían encontrarse colocados exactamente el uno delante del otro.
-
¡Las once y cuarenta y tres! -dijo Jasper Hobson, que observaba atentamente
el segundero de su cronómetro.
Tomás
Black, inclinado sobre el instrumento, no se movía en absoluto. Transcurrió
medio minuto.
Tomás
Black se enderezó con los ojos desmesuradamente abiertos. Se colocó en seguida
otra vez delante del ocular durante otro medio minuto, y, enderezándose de
nuevo, gritó con voz ahogada:
-
¡Se va! ¡Se va! ¡La Luna! ¡La Luna se marcha! ¡Huye! ¡Desaparece! Y, en efecto,
el disco lunar se deslizaba sobre el del Sol sin haberlo cubierto todo entero.
¡Solamente las dos terceras parte habían sido obscurecidas!
¡Tomás
Black se había quedado estupefacto! Los cuatro minutos habían transcurrido ya.
La luz iba aumentando. ¡La corona luminosa no se había producido!
-
Pero, ¿qué ocurre? — preguntó Jasper Hobson.
-
¿Qué ocurre? -exclamó el astrónomo—. ¡Ocurre que el eclipse no ha sido total
para este lugar del Globo! ¿Me entiende usted? ¡Que no ha sido total!
Jules Verne (Francia, 1828-1905).
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