“En Nueva Orleans, el carnaval es nada menos que una temporada. Se prolonga durante treinteiséis días y consume virtualmente a los celebrantes, quienes ingieren varios océanos de bebidas embriagantes”, escribe Julie Smith en el prólogo de Luto en Nueva Orleans (New Orleans Mourning), novela negra por la que recibió el premio Edgar Allan Poe en 1991. La celebración encuentra sus raíces en la nostalgia de los colonizadores por las tradiciones francesas que echaban de menos. “En la mayoría de las ciudades el carnaval dura alrededor de una semana. En Nueva Orleans la temporada comienza el 6 de enero, convirtiendo al martes de carnaval en el momento climático tras semanas de festejos”, puntualiza Smith en dicho prólogo. Skip Langdon, la protagonista, se da a la tarea de investigar el asesinato del rey del carnaval, que de manera casual ha sido filmado por un estudiante de cine. “¿Por qué, exactamente –le pregunta a Steve Steinman-, estaba filmando el desfile del Rex?”, entonces éste le explica que se trata de un proyecto académico: “Escribí un guión acerca de una mujer que se ve involucrada en un crimen y huye a Nueva Orleans, pero es carnaval y entonces se encuentra con que allí todo resulta aún peor que aquello dejado atrás”.
El origen del
Mardi Gras en Nueva Orleans también es consignado por William Irish, un autor
clásico del género –como ya lo hemos visto aquí mismo en Mitos y reincidencias-, en su
clásica novela Vals en la oscuridad
(Waltz into Darkness), publicada en
1947, y adaptada al cine en un par de ocasiones. La primera de ellas en 1969, La sirena del Mississippi, en la que
Francois Truffaut traslada la trama al contexto francés, con Catherine Deneuve
y Jean Paul Belmondo, y la otra más reciente, Pecado Original, protagonizada por Angelina Jolie y Antonio
Banderas en 2001.
El siguiente párrafo pertenece a El hombre con las manos de luna (The Man With Moon Hands, 1993), de O’Neil de Noux: “Al salir del callejón recordó algo más. Se acordó de otro callejón cuando todavía era un novato. Era la mañana de Mardi Gras y habían asesinado a un policía. La Stanza encontró al asesino en un callejón nebuloso. El sujeto tenía un revólver y lo liquidó en menos de un segundo. Fue un buen disparo, un tiro limpio. Le disparó al hombre sin dudarlo.”
El siguiente párrafo pertenece a El hombre con las manos de luna (The Man With Moon Hands, 1993), de O’Neil de Noux: “Al salir del callejón recordó algo más. Se acordó de otro callejón cuando todavía era un novato. Era la mañana de Mardi Gras y habían asesinado a un policía. La Stanza encontró al asesino en un callejón nebuloso. El sujeto tenía un revólver y lo liquidó en menos de un segundo. Fue un buen disparo, un tiro limpio. Le disparó al hombre sin dudarlo.”
También en Ricos (Rich, 1978), de Ellen Gilchrist, cuyo crimen brutal acontece hasta el final del relato, se refiere el Mardi Gras en Nueva Orleans:
“Los Wilson
eran ricos porque sabían exactamente quienes eran porque cada año, desde la
Epifanía hasta el martes de carnaval, ondeaban una hermosa bandera verde,
dorada y púrpura en el exterior de su casa, lo que significaba que Letty había
sido la reina del Mardi Gras el año en que era una debutante. No es que Letty
fuese tan tonta para tomar esa bandera con seriedad.
En ocasiones
hasta le apenaba tener que llamar al jardinero para pedirle que trajera su
escalera:
- Preacher,
¿podrías venir el martes para subir mi bandera? –le preguntaba.
- Ya sabes que
puedo –le respondía-. He estado programando mis pendientes para ponerla a
tiempo. Nunca olvidaré que hermosa reina fuiste ese año.”
La novela Jazz para el asesino del hacha (The Axeman's Jazz, 2014), de Ray Celestin, se inspira en
hechos reales: el asesinato de seis personas entre 1918 y 1919, en Nueva
Orleans. En su primera parte tiene lugar un entierro que describe la atmósfera
de la ciudad:
“Entonces el predicador inició
sus letanías, que entonaba contra el viento sibilante, y cuando terminó, la
familia arrojó tierra a la tumba, uno a uno, un proceso que poseía su propio
ritmo y cadencia. Y después de que el último deudo hubiera arrojado su puñado
de tierra, y los terrones hubieran resonado en el ataúd y se hubieran deslizado
por los lados, el grupo se volvió expectante hacia el mariscal, que se mantenía
unos metros detrás, temblando sobre una franja de tierra desigual, la brisa
agitando las vueltas de los pantalones de su traje.
El viejo recibió las miradas con
los ojos muy abiertos y nublados, y después de unos largos segundos de silencio
en los que susurró el viento, asintió, se llevó la mano al pecho y dio la
vuelta a la banda que lo cruzaba para lucirla del lado apropiado en los días de
desfile, un lado de deslumbrantes colores vivos, un dibujo africano de
cuadra- dos rojos, dorados y verdes que brillaron en la niebla. Y casi al
instante, como si un espíritu se hubiera apoderado de la gente, el entierro se
transformó. Los miembros del club les dieron la vuelta a sus insignias de
socios, la banda se puso la chaqueta del revés, aparecieron sonrisas, el
mariscal hizo sonar el silbato y antes de darse cuenta la banda estaba tocando
música de baile: una selección lasciva, ruidosa e irónica: Oh Didn’t He
Ramble. Los trompetistas resonaron, la segunda línea bailó entre las tumbas
y los miembros del club abrieron botellas de bourbon y cerveza para brindar por
el fallecido. Una atmósfera de carnaval recorrió el desfile y lo llevó
serpenteando por el cementerio y de vuelta a las calles, donde se unió más
gente a la celebración, y la siempre creciente masa de los que querían juerga
emprendió la marcha hacia el velatorio.
Mientras el cortejo fúnebre
atravesaba ceremoniosamente la ciudad, ateniéndose a su rito tan bien ensayado
de música y movimiento, una chica delgada de diecinueve años, con un vestido
rojo pimiento y que respondía al nombre de Ida Davis, lo contemplaba con
atención. No le había resultado muy difícil dar con el entierro: en Nueva
Orleans el sonido se desplazaba sin demasiados obstáculos; era una ciudad
llana, con edificios bajos de madera, descampados, ríos y lagos. Su padre, un
músico, había señalado con frecuencia el fenómeno, y decía que casi era como si
a la ciudad la hubieran construido en forma de instrumento para que difundiera
la música. Cuando tocaba una banda -y las bandas de Nueva Orleans eran
especialmente ruidosas-, se podía oír desde todos los sitios de la ciudad.
Micrófono abierto (Open Mike),
de James Nolan transcurre en el barrio francés. Desde su primera línea
establece: “Deben ser cientos de jóvenes los
que han acabado muertos en el barrio francés.” Más adelante, el
protagonista expresa su preocupación, “con
todas esas Pollyanas flotando alrededor, los viejos depreda- dores estarían al acecho en las sombras, muriéndose por dar una mordida a esa carne inocente”.
Y aunque la celebración en sí misma no tiene lugar en el texto, sí
refiere las tiendas de pakistaníes “vendiendo
máscaras de Mardi Gras hechas en China”.
En contraste, La chica Pony (Pony Girl), de Laura Lippman, gira por completo en torno a una noche de Mardi Gras. La intensa trama da principio con una aseveración del narrador, quien será el único testigo del crimen: "Estaba buscando problemas y definitivamente los iba a encontrar. ¿Qué estaría pensando esa muchacha cuando se vistió aquella mañana? ¿Cuando decidió -días, semanas, tal veces meses antes- que así era como quería salir a festejar el martes de carnaval?", para unas páginas más adelante describir la indumentaria en cuestión. La joven, rubia y esbelta, se ha puesto una ajustada malla de color champaña, orejas puntiagudas, botas de vaquero y la cola de un caballo en su trasero que se agita provocativa mientras baila, suscitando, como era de suponerse, la predecible reacción de quienes la observan, en particular de un negro conocido como Big Roy, que ni siquiera lleva disfraz. Tras una interesante reflexión acerca de los desafíos femeninos y la amenaza latente de una violación -sobre todo si se toma en cuenta que la autora de La chica pony es una mujer-, establece que: "Ella contaba con que los hombres serían razonables, lo que ya era bastante pedir en un martes de carnaval. La gente hace cosas extrañas, sobre todo cuando va enmascarada." De la joven que da su título al relato, caracterizada como una peculiar yegua de carnaval, nunca sabremos su nombre.
Para concluir esta breve exploración por el terreno del Mardi Gras y algunos de sus misteriosos crímenes en Nueva Orleans, un fragmento de Claire DeWitt y la ciudad de los muertos, de Sara Gren.
"- Lo siento -me disculpé-.
Problemas femeninos. Así que Mardi Gras…
Al mencionarlo, Leon sonrió, toda
su cara volvió a la vida. Fue como si alguien hubiese accionado un interruptor
y lo hubiera encendido, como si una persona real hubiera sustituido el
recortable de cartón que estaba ocupando su lugar.
- Ah, sí -dijo con entusiasmo-,
desde pequeño colecciono cosas del Mardi Gras. He asistido a todos los
desfiles, bueno, desde que nací, claro. Excepto en 1989. Estaba en el hospital,
fue una gran lástima. Ese año me perdí toda la temporada de carnavales. Ahora
soy de tres cofradías: la De Vieux, la zulú y… bueno, se supone que no puedo
decir nada de la otra, pero es una de las grandes.
- ¿Eres un zulú? -le pregunté con
asombro.
Volvió a sonreír. En ese momento
era una persona distinta, una persona real con cosas que le gustaban, cosas que
no, e incluso algo parecido a una personalidad."
Jules Etienne
Las ilustraciones corresponden a la celebración del Mardi Gras en Nueva Orleans y a la portada de Carnaval, versión francesa de la novela The Axeman's Jazz, de Ray Celestin.
Las ilustraciones corresponden a la celebración del Mardi Gras en Nueva Orleans y a la portada de Carnaval, versión francesa de la novela The Axeman's Jazz, de Ray Celestin.
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