sábado, 29 de julio de 2017

Carnaval: NOTICIAS DEL IMPERIO, de Fernando del Paso

"... y siguió el carnaval, siguió la fiesta pero no nada más el carnaval de Milán y de Venecia, sino el carnaval del mundo, la fiesta delirante de la historia."

(Fragmento del capítulo V: Castillo de Bouchout 1927)

Soy un profeta escarnecido, le escribías a tu madre desde Milán, abandonado al igual por los austríacos y los italianos: lo mismo por Francisco José que por el Conde Cavour que temía que esa tu peligrosa bondad hiciera abortar la unidad italiana, y paseabas solo, en la noche y por los oscuros corredores del palacio, mientras desde la calle te llegaban el bullicio y los gritos, las luces del carnaval y tú esperabas la primera campanada de la medianoche para que el principio de la Cuaresma, y con ella la angustia que te pudría el alma, acallaran toda esa alegría, ¿y pretendes, pretendiste alguna vez que tuviera compasión de ti cuando te quedaste solo en Querétaro y solo en tu celda de las Teresitas, solo en tu caja, solo en la capilla del Hospital de San Andrés de la ciudad de México, solo en la mesa de la Santa Inquisición o cuando solo viajaste a Europa en la capilla ardiente de La Novara y solo en un lanchón y en un alto catafalco bajo las alas de un ángel llegaste a Trieste, y solo en el ferrocarril que te llevó de Trieste a Viena mientras caía la nieve, solo cuando tu madre Sofía se echó sobre la tapa nevada de tu ataúd para llorar, sí, pero no tu muerte, Maximiliano, sino su propio abandono, su inflexibilidad, su dureza, porque así como en el cuarenta y ocho, cuando las tropas de Windisch-Graetz recobraron Viena y el Odeón fue consumido hasta los cimientos por el fuego, recuerdas, ella dijo que soportaría mejor la pérdida de uno de sus hijos que someterse a la masa de estudiantes, así también ella fue culpable de que te asesinaran en Querétaro, ella que cuando tú le escribiste desde Orizaba diciéndole que querías abdicar y dejar México, ella la puta que se entregó a Napoleón Segundo para hacerlo tu padre, te escribió y te dijo que sí, claro, que en Schönbrunn y en el Hofburgo y en toda Viena, en Austria y Hungría te extrañaban mucho, y que suspiraban cuando escuchaban el carillón de tu reloj de Olmütz, y cuando volvía a contemplar los largos bucles rubios que te cortaron cuando cumpliste cuatro años, a acariciar y oler las faldas de niña que usabas entonces, pero tienes que quedarte en México, te escribió, porque un Habsburgo, hijo, un Habsburgo jamás huye, nunca, y por supuesto, quién podía dudarlo, aquí pensamos mucho en ti, y recuerdo, la tengo muy grabada, no sé por qué una mañana en que tú, con tu uniforme de los húsares de María Teresa pasaste bajo la puerta suiza del Hofburgo, alto tú y esbelto bajo el arco que contiene los símbolos heráldicos de Austria y de Castilla, de Aragón y Borgoña, el águila del Tirol, tú y tu pelo rubio flotando en el aire, el león de Flandes y de Estiria otra águila y de Carniola la pantera, tú y tus ojos azules, mi querido Max, aquí todos te extrañamos una barbaridad, nos reunimos con nuestros cuatro nietos la última Nochebuena y el emperador meció al gordito Otón, Franzi se sentó en un canapé al lado de Sisi, pero tú, por supuesto, aunque te extrañemos tanto tienes que quedarte en México, aquí tu posición sería ridícula, y también la tarde aquella que jamás olvidaré en que te perdiste en los Jardines de Schönbrunn, y en que yo, desesperada, gritaba a los cuatro vientos, les gritaba a todos en dónde se habrá metido esa criatura, quédate en México, hijo mío, aquí tu posición sería insostenible, en dónde se habrá metido, Dios mío, quédate, no regreses: mejor que verse humillado por la política francesa es enterrarse entre los muros de México, no vuelvas hijo a Viena, y tú en verdad esa mañana no te habías perdido, nadie te había secuestrado: toda una tarde habías jugado a navegar veleros miniatura en la Fuente de Neptuno, y te dormiste luego junto a la fuente de la ninfa Egeria, tras beber de las aguas del Schöner Brunnen el arroyo que descubrió el Emperador Matías y que le dio su nombre al palacio, y cuando tus hermanos Luis Víctor y Carlos Luis levantaron a Sofía que estaba echada de bruces sobre tu caja, tu madre tenía la cara llena de nieve y en ella, en la nieve adherida a la piel como una máscara de talco las lágrimas habían abierto unos surcos diminutos, pero cuando te quedaste solo en la bóveda de la capilla de los capuchinos ella ya no volvió a llorar, nadie lloró, todos te olvidaron y siguió el carnaval, siguió la fiesta pero no nada más el carnaval de Milán y de Venecia, sino el carnaval del mundo, la fiesta delirante de la historia.

Fernando del Paso (México, 1935).

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