"Un indio de Opopeo encargó se de conseguir vestidos de mujer y máscaras pintarrajeadas para disfrazarnos..."
Como un blasón
Como un blasón
(Fragmento)
- Mi Coronel,
¿nos deja ir a Ajuno, a cortar la vía?
- No, porque
el General dice que eso de asaltar trenes es de bandidos y no de
revolucionarios.
- Entonces,
¿vamos a Jesús del Monte a quitar el agua a los de Morelia?
- Somos
pocos...
- Ese es el
chiste, jefe. Si no se hace algo 'hora que andamos bien parqueados, acabarán
por decir que tenemos miedo.
- ¿Miedo yo? -repuso Aurelio, pelando tamaños ojos y abriendo de par en par el
portón de su boca, para lucir los dientes orificados. Me juego la vida con
cualquiera a que entro en un pueblo hasta la mera plaza y los jinco un
susto a los pelones.
- ¿En un pueblo que tenga guarnición?
- En Ario, pongo por caso.
- ¿Y cómo?
- Ya les diré cómo, a los que quieran acompañarme.
Días después
Aurelio nos llamó para confiamos su secreto. El plan era bien sencillo: había
que preparar un torito de petate, y unos tocando guitarras, otros los
violines y otros disfrazados de maringuías, caer en Ario como una de
tantas comparsas en los festejos del Carnaval, ya muy cercano. Aurelio iría
metido dentro del animal y llevaría las armas escondidas en la panza del
torito. Un indio de Opopeo encargó se de conseguir vestidos de mujer y máscaras
pintarrajeadas para disfrazarnos; otro agente secreto compró en Paracho dos
guitarras y otros tantos violines. Pero había que ensayar el son que se toca en
estos pasos y don Ignacio nos pudo comprobar, por la pericia con que sacó la
tonada, que ya era un ciego definitivo. El sirvió de maestro a los músicos
improvisados que, a decir verdad, aprendieron muy pronto los compases precisos
para dar cima a aquella empresa, harto arriesgada por cierto.
Don Ignacio estaba en sus glorias a la hora de los
ensayos, y nosotros parecíamos una banda de chiquillos traviesos que preparan
una diablura. Las cananas, bien surtidas de parque, habían hecho que los
espíritus recobraran su brío.
Para músicos
se eligieron a individuos de rumbos distantes, a fin de que no los conocieran
al andar por las calles del
pueblo con las caras descubiertas, y el papel de maringuías lo aceptamos
Nazario y yo, con otros dos mocetones valerosos y fornidos.
- No te pongas tanta 'nagua que a la hora de los
cocolazos te estobarán hasta para correr -decíame Aurelio, quien hacía veces de
director de escena. Y tú, Nazario, quítate la pistola del cuadril, que parece
que trais polizón.
- Yo voy con ustedes -dijo resueltamente don Ignacio.
- Quédese, viejo: mire que nos estorbará.
- Déjenme ir siquiera hasta la orilla del pueblo. Me quedaré con los
otros cuidando los caballos.
Nos
emperifollamos con miles de desfiguros: faldas rojas, amarillas, llenas de
holanes y de cintas; blusas de color solferino, con la pechuga abullonada para
dar cabido a aquello que el hombre coge en la lactancia y viene a abandonar en la
vejez. Nos rellenamos con las carrilleras para fingir morbideces que no
existían...
Descendimos de la sierra y en un lugar espeso, que
llaman El Pinalito, se organizó la mascarada. Aurelio revelóse allí como un
buen capitán y como un férreo atleta, pues además de no olvidar detalle y de
hacernos oportunas recomendaciones, cargó con nuestros rifles acomodados dentro
de la barriga del toro, sin que denotara torpeza alguna en los movimientos que
hacía para embestirnos.
- De aquí no pasa usted -dijo Aurelio a don Ignacio-, y ustedes a bailar y a
cantar hasta que estemos en la plaza.
Con el barullo y la emoción, el pobre don Ignacio parecía más nervioso que
otras veces.
Era el martes de Carnaval y, por seguir los pasos de
nuestra comparsa, la tarde se revistió también con todos sus colorines.
Bajamos, tocando un son, por la calzada de Canitzio, bordeada de árboles añosos
que, al desplegar su ramaje, parecían abanicos gigantescos.
¡Upa!, tonto, ¿quién le torea?
Doña Juanita con su zalea...
Precedíanos mi perro, saltando alegremente. Mi perro,
que ya había conquistado dos timbres entre los hombres de la Revolución: su
cariño y un nombre, Centinela, porque velaba con amor nuestro sueño, y con sus
ladridos, nos daba siempre el toque de alerta. De los tendajones salían las
gentes para vernos pasar, y los chiquillos nos rodeaban brincando y palmoteando
con regocijo.
¡Epa!, tonto, ¿quién te agasaja?
Doña Chepita con su sonaja...
Dos
soldados, a medios chiles, se detuvieron en una esquina y, con señales
indecorosas y groseras palabras, comenzaron a azuzar al toro: ora, ca...
bresto, ensarta una puta de esas.
Al oírlo. Aurelio echósele encima y nosotros creímos
por un momento que allí terminaba la farsa, pero contentóse con ponerles los
cuernos en la barriga, simulando un fiero derrote.
En la Plazuela de Jesús María hubimos de detener-
nos para bailar el son y cantarlo:
nos para bailar el son y cantarlo:
¡Alza, tonto color de canela
sube a la canta y apaga la vela!
Pasamos
frente a la cárcel. Los presos, apiñados detrás de las rejas, reían al vernos
brincar y sacudir en los cuernos del toro las rojas frazadas, desteñidas por la
lluvia y el polvo de todos los caminos.
José Rubén Romero (México, 1890-1952).
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