"El cabaret se llamaba Signor, su vestíbulo, profundo, estrecho y rojo..."
(Fragmento del capítulo XXXIII)
En la tercera noche del carnaval del año 27, antes de
entrar en el teatro Cosmopolita, habían bebido en uno de esos cabarets. Ahora
quería reconocerlo. Pero hacía tanto frío y estaba tan cansado, que no pudo
prolongar debidamente la inspección; a decir verdad, entró en el primero de
esos establecimientos que encontró en su camino. El cabaret se llamaba Signor,
su vestíbulo, profundo, estrecho y rojo, con llamas y diablos pintados,
representaba, sin duda, la entrada del infierno o, por lo menos, de una cueva
infernal; de las paredes colgaban fotografías coloreadas de mujeres con
castañuelas, mantones y posturas furiosas, de bailarines de frac y galera, y de
una niña con hoyuelos en la cara, sonrisa picaresca y un ojo cerrado. Adentro,
dos mujeres bailaban un tango, que otra ejecutaba, con un dedo, en el piano.
Una cuarta mujer miraba, acodada en una mesa. Dos lavacopas trabajaban
activamente en el mostrador. Algunas mesas estaban arregladas; las demás tenían
encima sillas dadas vuelta. Gauna empujó la puerta para salir.
- ¿Quería algo, maestro? -preguntó uno de los
lavacopas.
- Creía que estaba abierto... -explicó Gauna
- Siéntese -le propuso el lavacopas-. No vamos a
echarlo porque sea temprano. ¿Qué le sirvo?
Gauna le dio el chambergo y se sentó.
- Una grapa doble -dijo.
Pensó que tal vez fuera ahí donde habían estado
aquella noche. Disimuladamente miró a las mujeres; una de las que bailaban
parecía un indio pampa y la otra (según le contó después a Larsen) "tenía
cara de zonza". La del piano era muy chica y muy cabezona. La que estaba
acodada era una rubia con cara de oveja. Esta última se levantó con desgano;
Gauna se dijo, no sin alarma, "viene"; la mujer se acercó, preguntó
si no molestaba y se sentó a la mesa de Gauna. Cuando el lavacopas se acercó, la mujer le preguntó a Gauna:
- ¿Me pagás la soda?
Gauna asintió. La mujer ordenó al lavacopas:
- Con bastante whisky, por favor.
Para disimular su turbación, Gauna comentó:
- A mí no me gusta el té frío.
La mujer explicó las ventajas medicinales del whisky,
aseguró que lo tomaba por prescripción médica y por "puro gusto,
créame", y se dilató en descripciones de las enfermedades, principalmente
del estómago y del intestino, que la habían perseguido hasta adelgazarla
enteramente y que ahora el doctor Reinafe Puyó, a quien había conocido una
madrugada por entera casualidad, la estaba tratando con whiskies y otros
brebajes menos agradables para el paladar, que la dejaban toda revuelta, echada
como una enfermita en la cama y con un pañuelo empapado en agua colonia en la
barriga. Gauna la escuchaba impresionado. Para sus adentros reconocía (aunque
fuera una vergüenza confesarlo) que su experiencia con las mujeres no era
grande y que si se encontraba con una muchacha, que no era una de las zonzas del
barrio, se acobardaba un poco y estaba entregado, sin voluntad. Volvieron a
llenar los vasos, y Gauna pensó "esta mujer tiene cara conocida".
(Tal vez le pareció conocida porque ese tipo de cara se da, con variantes y
peculiaridades, en muchas personas.) Después de que Gauna hubo bebido la
tercera grapa doble, la mujer le participó que se llamaba "la Baby"
(pronunció el nombre con "a" abierta) y él se atrevió a preguntar si
no se habían encontrado en ese mismo lugar en un carnaval, hace dos o tres
años.
- Yo estaba con unos amigos -explicó; después de una
pausa añadió, cambiando de tono-. Tiene que acordarse. Con nosotros venía un
señor de cierta edad, más bien corpulento y de respeto el hombre.
- No sé de qué me está hablando -respondió la Baby, con
visible agitación.
Adolfo Bioy Casares (Argentina, 1914-1999)
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