miércoles, 31 de mayo de 2017

Carnaval: PODERES TERRENALES, de Anthony Burgess

"Muchacho, esto es una comedia musical."

(Fragmento del capítulo 17)

Viví una vida célibe de Navidad al martes de Carnaval. No fue por precaución. Lo que pasase de puertas adentro no era un asunto de nadie más que de los participantes conscientes. Pero Rodney había advertido ya que dejaría la obra en año nuevo, pasándole su papel a Fred Martins. Le habían invitado a una especie de representación experimental de Heartbreak House de Shaw, en Manchester, para un papel que la mayoría consideraba totalmente inadecuado, el de capitán Shotover… papel que le fascinaba, sin embargo, y que estaba decidido a ensayar. Val intentó hacer un patético regreso a mi vida, pues su amigo de entonces le parecía tiránico y mezquino, pero rechacé con firmeza sus insinuaciones. No estaba solo, ni mucho menos: tenía mi trabajo, tenía a mis amigos del teatro.
 
La nueva comedia me abrió un campo inesperado. Cuando le enseñé el borrador del primer acto a J. J. Mannering, éste me echó su crónico olor a puro y dijo:
 
- Muchacho, esto es una comedia musical.
 
- Ni hablar.
 
- Claro que sí. Mira; historias de amor paralelas, esa gente podría romper a cantar en un coro, este personaje de borracho es típico de la farsa cómica. Dios santo, hasta los parlamentos sugieren letras de canciones. ¿Nunca has escrito letras de canciones?
 
- Bueno, escribí poesía en el colegio.
 
- En realidad la letra de las canciones de las comedias musicales es eso mismo, muchacho… la poesía que escribías en el colegio. Drury Lane, métete eso en el coco, un escenario grande, abierto, que respire la cosa, baile, canciones, ponte a trabajar en seguida. Dúos, diálogos cantados, coros. Empiezas con un coro y terminas con otro. Dos actos. El segundo acto en Montecarlo, en Biarritz, en algún sitio frívolo y extranjero. Tienes que hacer que las letras, tú conoces la expresión, tienes que combinar las letras con el libreto, tienen que surgir del libreto como, tú conoces la expresión…
 
Anthony Burgess (Inglaterra, 1917-1993).

martes, 30 de mayo de 2017

Carnaval: LA PIEL DE ZAPA, de Honoré de Balzac

"A semejanza del Carnaval, en la noche del martes, la saturnal fue enterrada por máscaras fatigadas..."

(Fragmento del capítulo II: La mujer sin corazón)

Apenas formulada la proposición, Taillefer salió a comunicar las órdenes oportunas. Las mujeres se situaron lánguidamente ante los espejos, para reponer el desorden de sus tocados. Todos sacudieron la pereza. Los más viciosos exhortaron a los más comedidos. Las cortesanas se burlaron de los que aparentaban carecer de energías para continuar el rudo jolgorio. En un momento, aquellos espectros se animaron, formaron corrillos, charlaron y bromearon. Unos cuantos camareros hábiles y diligentes, dispusieron rápidamente la mesa y sus accesorios y sirvieron un opíparo almuerzo. Los comensales invadieron atropelladamente el comedor, donde, si todo llevó el sello imborrable de los excesos de la víspera, hubo al menos vestigios de vida y de raciocinio, como en las postreras convulsiones de un moribundo. A semejanza del Carnaval, en la noche del martes, la saturnal fue enterrada por máscaras fatigadas de sus danzas, ebrias de embriaguez, y empañadas en tildar al placer de impotencia, por no confesarse la propia.

 
Honoré de Balzac (Francia, 1799-1850).

La ilustración corresponde a Fiesta de disfraces (detalle), de Guillermo Lorca.

lunes, 29 de mayo de 2017

Carnaval: CANCIÓN DE CARNAVAL, de Rubén Darío

 
"... y suene, como una lira, tu carcajada."

Musa, la máscara apresta,
ensaya un aire jovial
y goza y ríe en la fiesta
del Carnaval.

Ríe en la danza que gira,
muestra la pierna rosada,
y suene, como una lira,
tu carcajada.

Para volar más ligera
ponte dos hojas de rosa
como hace tu compañera
la mariposa.

Y que en tu boca risueña
que se une al alegre coro
deje la abeja porteña
su miel de oro.

Únete a la mascarada,
y mientras muequea un clown
con la faz pintarrajeada
como Frank Brown;

mientras Arlequín revela
que al prisma sus tintes roba
y aparece Pulchinela
con su joroba,

di a Colombina la bella
lo que de ella pienso yo,
y descorcha una botella
para Pierrot.

Que él te cuente cómo rima
sus amores con la luna
y te haga un poema en una
pantomima.

Da al aire la serenata,
toca el áureo bandolín,
lleva un látigo de plata
para el spleen.

Sé lírica y sé bizarra;
con la cítara sé griega;
o gaucha, con la guitarra
de Santos Vega.

Mueve tu espléndido torso
por las calles pintorescas
y juega y adorna el corso
con rosas frescas.

De perlas riega un tesoro
de Andrade en el regio nido
y en la hopalanda de Guido
polvo de oro.

Penas y duelos olvida,
canta deleites y amores;
busca la flor de las flores
por Florida:

Con la armonía le encantas
de las rimas de cristal,
y deshojas a sus plantas,
un madrigal.

Piruetea, baila, inspira
versos locos y joviales;
celebre la alegre lira
los carnavales.

Sus gritos y sus canciones,
sus comparsas y sus trajes,
sus perlas, tintes y encajes
y pompones.

Y lleve la rauda brisa,
sonora, argentina, fresca,
la victoria de tu risa
funambulesca!
 

Rubén Darío (Nicaragua, 1867-1916).

domingo, 28 de mayo de 2017

Carnaval: KARNEVÁL, de Béla Hamvas


"... y el gran misterio es la máscara, esta máscara. Ese es el gran misterio de la forma. Es decir, del cuerpo."

(Fragmento del segundo volumen, capítulo VII)
Sí. Entiendo que los seres humanos crecen, es decir, el cuerpo, su forma,  su imagen, es el gran misterio. Una máscara es sagrada. No debe despojarse de ella. Está prohibido. Se debe practicar el juego de la máscara. La sobriedad no es locura. La locura es nuestro estado natural. La máscara indica nuestra locura sagrada. ¿Realidad? Si tu cara fuese real, habría de sobrevivir por separado. Pero somos, y el gran misterio es la máscara, esta máscara. Ese es el gran misterio de la forma. Es decir, del cuerpo. Va en aumento. La santa ilusión. -
Pausa.
Béla Hamvas (Húngaro nacido en Eslovaquia, 1897-1968)

sábado, 27 de mayo de 2017

Carnaval: EL PROFESOR UNRAT (El ángel azul), de Heinrich Mann


(Fragmento final del capítulo XV)
 
En el baile de máscaras organizado en casa de Basura una noche de Carnaval, hubo señoras irreprochables que aprovecharon el amparo del antifaz para satisfacer su curiosidad. Algunos de los señores casados que aquella noche acudieron observaron hasta el final un comportamiento sospechosamente reservado, temiendo ser espiados detrás de un antifaz por ojos conyugales. Las jóvenes solteras comentaron entre sí alguna salida nocturna y misteriosa de sus madres. Seguramente habían ido a casa de Basura. Cuando se encontraban solas tarareaban a media voz las canciones de Rosa Fröhlich. El misterioso juego de prendas, en el que las parejas se tendían en el suelo bajo una manta, penetró en los hogares burgueses y se jugaba cuando las hijas casaderas recibían la visita de posibles maridos. Antes del verano, tres señoras de la buena sociedad y dos muchachas solteras salieron de pronto para el campo, anticipando de un modo que pareció singular las vacaciones de verano. Tres comerciantes se declararon en quiebra. Meyer, el tabaquero de la plaza del mercado, falsificó unas letras y se ahorcó al descubrirse su delito. Empezó a murmurarse sobre la situación económica de Breetpoot...
 
Y esta desmoralización de toda una ciudad, que nadie podía impedir por ser muchos los que se hallaban implicados en ella, era obra de Basura y constituía su triunfo. La pasión que le dominaba en secreto, aquella pasión que su cuerpo reseco, sólo muy raras veces delataba con una mirada de venenoso brillo verde gris, desafiaba y se imponía a toda una ciudad. Basura era fuerte; podía ser feliz.
 
 
Heinrich Mann (Alemán radicado y fallecido en Estados Unidos; 1871-1950)

viernes, 26 de mayo de 2017

Carnaval: EL CARNAVAL Y LOS MUERTOS, de Ernesto Santana


"Quizás no sea el carnaval y en realidad no exista esa música escandalosa..."

(Fragmento)
 
El calor de la sangre le late en la yema de los dedos y los ojos le arden como brasas. Se seca el sudor de la frente con el borde del pulóver negro. La lengua, las sienes y las manos son en un momento el centro de los latidos y en otro se vuelven cosas remotas y absolutamente ajenas. Tanto le pesan los pies que ya no los siente.

Pero recuerda bien que ha abandonado el hospital y que se acerca a casa de Ojorrojo, en el edificio Miranda. Si un mes antes ni siquiera se le hubiera ocurrido la idea, ahora no concibe morir sin el perdón de su antiguo compañero de guerra. Ninguna otra cosa tiene sentido ya.

Entre la niebla de la fiebre, Ariel vislumbra gentes que no están al tiempo que desaparecen como espectros los que pasan a su lado hacia el estruendo de la música. Sí, algo oyó decir: esa es la palabra: el carnaval. La lucidez regresa todavía a él, pero sólo al cabo de un esfuerzo. Quizás no sea el carnaval y en realidad no existan no esa música escandalosa ni esa muchedumbre. Ni esta caminata que le consume el último vigor.

A pesar de que hasta aquí su vida ha sido una cadena de desastres y absurdos, Ariel necesita la cordura en este momento como nunca antes. Aunque se le hielen a veces el cuello o los labios o el vientre -que es donde nace esta fiebre inagotable-, necesita cordura. Lo peor es cuando las uñas parecen crecerle hacia dentro del hueso y siente como si por cada uno de sus dedos un cuerpo invisible le clavara las garras.

Camina mirando el número de las calles y la apariencia de los edificios, que se borran de su mente en un segundo como dibujos de arena bajo una ola. Pero pronto recupera una cifra, el color de una fachada, la forma de una hilera de balcones y enseguida todo se enturbia otra vez y él va atravesando calles que únicamente conducen a otras calles, a otros avenidas sin nombre, a callejones de luz.

 
Ernesto Santana (Cuba, 1958).
 
La ilustración corresponde a La Habana, Cuba, durante la celebración del carnaval.

jueves, 25 de mayo de 2017

Carnaval: LA SALAMANDRA, de Morris West

"... mientras sus conciudadanos romanos estaban celebrando el final del Carnaval..."
 
(Fragmento inicial)

Entre la medianoche y el amanecer, mientras sus conciudadanos romanos estaban celebrando el final el Carnaval, el conde Massimo Pantaleone, general del Estado Mayor, murió en su cama. Soltero y con algo más de sesenta años, soldado de hábitos espartanos, murió solo.
 
Su sirviente, un sargento de Caballería retirado, le llevó al general su café a la hora habitual, las siete de la mañana, y lo halló yaciendo de espaldas, totalmente vestido, con la boca abierta y mirando al techo artesonado. El criado depositó cuidadosamente el café, se persignó, cubrió con dos piezas de cincuenta liras los ojos muertos, y luego telefoneó al ayudante del general, capitán Girolamo Carpi.
 
Carpi telefoneó al director. El director me telefoneó a mí. Encontrarán mi nombre en el dossier Salamandra: Dante Alighieri Matucci, coronel de los Carabinieri, asignado para una misión especial al Servicio de Información de la Defensa.
 
Al Servicio se le denomina habitualmente por sus iniciales en italiano: SID (Servizio Informazione Difensa). Como cualquier otro servicio de inteligencia, emplea gran cantidad del dinero de los contribuyentes en perpetuarse a sí mismo, y una cantidad inferior en recoger información que se supone protegerá a la República contra los invasores, traidores, espías, saboteadores y terroristas políticos. Ya habrán comprendido que yo siento un cierto escepticismo acerca del valor de todo esto. Y tengo derecho a ello. Trabajo en este organismo, y cada hombre que pertenece a él se desilusiona, de alguna manera. El Servicio no es muy apto para que uno siga manteniendo su inocencia, pues trata de lograr instrumentos de política maleable. Pero estoy apartándome del tema…


Morris West (Australia, 1916-1999)

miércoles, 24 de mayo de 2017

Carnaval: DEPREDADOR, de Santiago Roncagliolo

"A Carmen le resultaba pintoresco el carnaval de Barcelona..."

(Fragmento)

El calendario íntimo de la agencia estaba marcado por festividades, de las cuales, las más importantes eran los cumpleaños. Cinco veces al año, tras la hora de cierre, el grupo celebraba el aniversario de alguno de sus miembros. Solían hacer una colecta entre todos para ofrecer al homenajeado un regalo significativo, casi siempre un perfume. Y soplaban las velas de una tarta, aunque como las chicas estaban siempre a dieta, los pasteles de chocolate terminaron por reducirse a un muffin con café. Estas ceremonias incluían la repetición de los mismos chistes cada vez, y aunque no eran una orgía de diversión, a Carmen le gustaban: disfrutaba de la seguridad de los pequeños ritos cotidianos, que hacían de su vida un lugar sin sobresaltos, fácil de manejar.
 
Sin embargo, el día que cumplió cuarenta años, el plan fue más arriesgado de lo que ella esperaba. La fecha coincidía con el carnaval, y alguien en la oficina —quizá Lucía, que era un poco excesiva— había propuesto disfrazarse y salir a la calle todos juntos, de bar en bar. A Carmen le resultaba pintoresco el carnaval de Barcelona, y algún año lo había recorrido, pero en calidad de testigo, vestida de sí misma, sintiéndose protegida en su normalidad mientras a su alrededor pululaban las más extravagantes máscaras simiescas. Estaba dispuesta a volver a hacerlo en esos términos, interponiendo una distancia profiláctica entre el carnaval y ella, sonriendo ante los disfraces más ingeniosos como se sonríe ante un espectáculo sobre un escenario. El problema, para su horror, era que el personal de la oficina le había anunciado una sorpresa, lo que sin duda incluiría un disfraz de uso obligatorio.
 
Carmen odiaba todas esas cosas: las sorpresas, los disfraces y lo que llamaba «el desenfreno callejero». Le parecían entretenimientos infantiles absolutamente inapropiados para adultos responsables. Pero negarse habría implicado introducir un elemento de confrontación en su sana convivencia laboral, y no estaba dispuesta a poner en riesgo su pequeño universo. Además, en realidad, tampoco existía un plan B para esa noche. De rechazar este, no tendría más remedio que cenar con su madre. Y se expondría a cualquier cosa, incluso a salir a la calle vestida de monstruo, con tal de no tener que cenar con su madre en la noche de su cumpleaños.


Santiago Roncagliolo (Perú, 1975)

martes, 23 de mayo de 2017

Carnaval: LA PUERTA DE LAS TINIEBLAS, de Massimo Pietroselli

"La noche del martedì grasso, por las calles y los callejones atestados, todo el mundo, con una vela o un farolillo en la mano..."

(Fragmento inicial del prólogo)
 
6 de febrero de 1875

El desfile de los moccoletti ponía fin al carnaval romano. La noche del martedì grasso, por las calles y los callejones atestados de gente, todo el mundo, con una vela o un farolillo en la mano, intentaba apagar los de los demás soplando, con un abanico, con un fuelle o incluso con un escupitajo, en una maraña pagana de cuerpos y gritos, de quiebros acrobáticos y codazos.
 
Era el último acto de una juerga colectiva de ocho días, tanto más pagana en cuanto que se celebraba en el centro de la cristiandad; con el simbólico apagado de las velas por la Via del Corso se decía adiós a las comilonas, a las máscaras, a los bailes, a los amores clandestinos, al lanzamiento de confeti y de guirnaldas, a las flores y a los caramelos; el Miércoles de Ceniza, Roma se despertaba extenuada, cubierta de verduras, de cartones y de cadáveres de perros y gatos que habían muerto a manos de gamberros, con el recuerdo de los carros y quizá de alguna inocua traición; il carnevale queda muerto y enterrado, los moccoli han cerrado la función; no se habla más: tutt'è ffinito.
 
Pero el sábado el desfile de los moccoletti aún quedaba lejísimos y la noche de juerga prometía no acabar nunca. En las calles principales, iluminadas para la fiesta, el carnaval rugía, la gente bailaba junto al desfile de carrozas con máscaras que les cubrían unos ojos aún enrojecidos por el vino y los farolillos de los alféizares se consumían, lo que daba un aire de vigilia fúnebre a los callejones oscuros a los que apenas llegaba el eco de los gritos y del baile.
 
Aquella noche de fiesta desenfrenada, el director del popular periódico La Capitale, Raffaele Sonzogno, subía las escaleras oscuras del edificio de la Via delle Coppelle 35, sede de la redacción. Sonzogno no apagaría ningún moccoletto tres días más tarde; para él la función estaba ya casi muerta y enterrada; todo acabaría al cabo de menos de una hora, pero de él y de su final se hablaría mucho.
 
Al cabo de unas horas, en la Via delle Coppelle, la Policía asistiría a un espectáculo horripilante. Los periodistas chapotearían en la sangre de Sonzogno durante meses, como, por otra parte, hacía meses que hurgaban en su vida privada (la esposa que le había traicionado con su mejor amigo, su pasado de periodista al servicio de los austríacos, los duelos, las constantes querellas por difamación…).

Massimo Pietroselli (Italia, 1964).

La ilustración corresponde a La festa dei moccoletti, de Ippolito Caffi.

lunes, 22 de mayo de 2017

Carnaval: LA FALSA PISTA, de Henning Mankell

"... había recorrido el largo camino hasta Santiago de los Treinta Caballeros para asistir al carnaval."

(Fragmento del prólogo: República Dominicana, 1978)

La primera vez que vio a Dolores tenía veintiún años. Junto con su hermano Juan había recorrido el largo camino hasta Santiago de los Treinta Caballeros para asistir al carnaval. Juan, que era dos años mayor que él, ya había visitado la ciudad antes. Para Pedro era la primera vez. Habían tardado tres días en llegar. De vez en cuando algún carro tirado por bueyes les había llevado algunos kilómetros. Pero la mayor parte del trayecto la habían hecho a pie. En una ocasión intentaron ir de polizones en un autobús cargado hasta los topes que iba hacia la ciudad. Les descubrieron cuando en una parada intentaron subir a la baca para esconderse entre las maletas y los bultos. El chofer les ahuyentó, profiriendo palabrotas tras ellos. Les gritó que no debería existir gente tan pobre que no tuviese dinero ni siquiera para el billete del autobús.

 - Un hombre que lleva un autobús debe de ser muy rico -dijo Pedro cuando siguieron a lo largo del camino polvoriento que serpenteaba entre inacabables plantaciones azucareras.

 - Eres tonto -contestó Juan-. El dinero de los billetes va al dueño del autobús. No a quien lo conduce.

 -¿Quién es?-preguntó Pedro.

 -¿Cómo lo voy a saber? -respondió Juan-. Pero cuando lleguemos a la ciudad te voy a enseñar las casas en las que viven.

Finalmente llegaron. Fue un día de febrero y toda la ciudad vivía en el violento torbellino del carnaval.

Enmudecido, Pedro veía las ropas abigarradas con espejos brillantes cosidos en las costuras. Al principio, las máscaras que parecían diablos o animales le habían asustado. Era como si toda la ciudad se balanceara al ritmo de miles de tambores y guitarras. Juan le condujo con su experiencia por las calles y callejuelas. De noche dormían en unos bancos en el parque Duarte. Pedro estaba muy angustiado ante la idea de que Juan desapareciese entre la muchedumbre. Se sentía como un niño que temía perder a su padre. Pero no lo demostraba. No quería que Juan se riese de él.

Sin embargo, eso fue lo que ocurrió. Era la tercera noche, la que iba a ser la última. Estaban en la calle del Sol, la más larga de la ciudad, cuando, de repente, Juan desapareció entre el gentío disfrazado que bailaba. No habían decidido ningún lugar de encuentro donde reunirse si se perdían. Estuvo buscando a Juan hasta altas horas de la madrugada, sin encontrarlo. Tampoco le encontró entre los bancos del parque donde antes habían dormido. Al amanecer Pedro se sentó junto a una de las estatuas de la plaza de la Cultura. Bebió agua de una fuente para apagar la sed. Sin embargo, no tenía dinero para comprar comida. Pensó que lo único que podía hacer era intentar encontrar el camino de vuelta a casa. Para calmar el hambre, podría entrar a escondidas en alguna de las numerosas plantaciones de plátanos que había en las afueras de la ciudad.

De pronto advirtió que alguien se había sentado a su lado. Era una joven de su misma edad.

Enseguida pensó que era la más guapa que había visto jamás. Cuando ella le miró, él, avergonzado, bajó la mirada. De reojo vio cómo se quitaba las sandalias y se frotaba los pies doloridos.

De esa manera había conocido a Dolores. Muchas veces después habían hablado de cómo la desaparición de Juan en el tumulto del carnaval y los pies doloridos de Dolores les habían unido.

Permanecieron sentados junto a la fuente y empezaron a hablar.
 

Henning Mankell (Suecia, 1948-2015)

La ilustración corresponde al carnaval en Santiago de los Treinta Caballeros, República Dominicana.

domingo, 21 de mayo de 2017

Carnaval: CARNAVAL A CINCO*, de André Duquesne



















(Fragmento)

Un pequeño detalle, sin embargo, lo eludía. El mismo gran detalle que se llamaba Alicia. ¡Tan zorra como hermosa! Por traerla al mundo, su madre debió recibir un premio sagrado a la reproducción...
 
«Estoy atrapado en la marcha... sé que me debo ir y llevarme todas mis canicas... pero es imposible porque aunque no lo quiero admitir, Alicia está en mi piel...»
 


André Duquesne (Francés de origen belga, 1911-1979).
Escribió empleando varios seudónimos, el más conocido de todos ellos, Peter Randa

* El título original en francés se refiere a cinco centavos.
Las ilustraciones corresponden a las portadas de las ediciones de 1957 (izquierda) y 1973 (derecha).

sábado, 20 de mayo de 2017

Carnaval: LA SEMANA ESCARLATA, de Francisco Tario

"Oh, un baile de carnaval -tan delicioso y sugestivo-."
 
(Fragmento)

La señorita Laura X, frondosa, jovial y despreocupada muchacha de diecinueve años, que habita una pequeña casa en los suburbios de la ciudad en compañía de su tío, el profesor de música Rómulo Pimentel, de cincuenta y ocho años, soltero, hipocondriaco, es llamada por teléfono a las diez en punto de la mañana. La voz del impaciente novio al audífono. Su voz de ella, a la recíproca. Oh, un baile de carnaval -tan delicioso y sugestivo-. Pero ya veremos. ¿Que aquella misma noche? No iba a ser fácil, así de golpe. Sin embargo, su tío accede, la señorita Laura va al peinador -localizado posteriormente por Galisteo-, ordena sus ropas, se baña, se limpia las uñas, se perfuma sus axilas y parte. Son las nueve y cuarenta y cinco de la noche. Una clara noche de luna. El baile es allá, a treinta calles de distancia, sobre el sector norte de la ciudad. El novio -bajo, rubio, petulante- luce una flor marchita en la solapa. Ella dice -lo recordaría, si viviera-:
 
- Qué flor tan estúpida has elegido. ¿Qué significa eso? -y ríe.
 
Él detiene un taxi y arroja la flor al pavimento. El ojal de su solapa permanece entreabierto, como un pardo ojo adormilado. Las avenidas obscuras. Todo huele bien. Y la señorita Laura y su novio se apean. Un parque privado. Suena la música. Pudieron beber más de la cuenta o no, mas bailaron como les permitieron sus fuerzas. Lindos jardines, igual que en las estampas de Viena: farolitos, serpentinas, claras fuentes por entre los macizos y tropeles de mamarrachos haciendo cabriolas. Laura se sentía transportada. Un vals.
 
- Creo que ya debiéramos marcharnos. Mi tío...
 
El novio luce ahora otra flor nueva y un trozo de serpentina. Ella, un plateado gorro de almirante. Transcurre el tiempo. Y de súbito, un disfraz ante ella: el enigma. ¿Quién es? ¿Cómo es? ¿Qué pretende? Tan divertido. La sigue a lo largo de toda la pieza. Por entre unos cartones lívidos y sucios, dos ojos apasionados y obscuros. El profesor duerme, la señorita Laura baila y el novio siente que una inefable espuma se le sube a la cabeza. La estrecha; linda, breve vida.
 
- ¿Salimos?
 
Ella comprende. Él es joven; también ella lo es. Siente un pájaro en el pecho. Joven, joven. Se instalan en una banca. Donde no haya estruendo. Él la atrae, tiene prisa.
 
- Bésame
 
¿Por qué no? Mas la señorita Laura advierte algo: un breve ruido de hojas a su espalda, un aliento. Se mueven unas ramas, no hay duda.
 
- ¿Qué tienes?
 
Miedo. Tiene miedo. Fueron demasiadas miradas durante aquella danza, demasiado entregarse con sus ojos al desconocido. Su novio ya no existe; existe alguien tras ella, amenazador e incomprensible. El dice:
 
- Pues iré a buscarte una copa de vino para que te animes. ¡Qué rara estás esta noche!
 
Cuando el novio desaparece, la cara gris se presenta. Ya lo sabía ella. Y que la toman así, por su tibio brazo, huyendo. Recuerda algo de golpe: los periódicos. Va a gritar, mas se lo impiden atenazándole la boca. Y un pensamiento fortuito:
 
“Van a asesinarme.” Besos, besos, a través del cartón humedecido. Labios fríos -sin vida, deduce ella-. No se entregará, si de esto se trata. Pierde el gorro de almirante, su novio no regresa con las copas. Se sofoca, la ahogan. Y comprende que su vida está en peligro.
 
- Dime, ¿no sientes la primavera?
 
Y algo helado, punzante, que le atraviesa el pecho. A poco, un liquido caliente que le desciende hasta el vientre. Fuente roja y abundante de la cual el asesino bebe. Me estoy muriendo —-dice, cree-. Palpa su sangre, ya sin fuerzas. Y se abandona. Mas al abandonarse, se desmaya. No obstante, tiene noción de que trisca la hierba porque no ha llovido en mucho tiempo y alguien escapa a toda prisa. Después, un embudo de rostros adustos en una sala desconocida. Giran, hablan, abren los ojos. Quieren saber algo; ella dice lo que puede:
 
- Chaleco -y se muere sobre la plancha.
 
Francisco Tario: Francisco Peláez (México, 1911-1977).

viernes, 19 de mayo de 2017

Carnaval: UN CASO DE CONCIENCIA, de Leonardo Sciascia

"... aquel baile de carnaval, en el que casi toda la noche su mujer estuvo bailando con Cozzo..."
 
(Fragmento)

Por tal motivo ahora todos veían con filosofía el caso de Favara, considerando infundadas las sospechas que lo habían trastornado, pero con el intenso deseo de que se revelaran fundadísimas. Llegaron incluso a proclamar que dicha carta la había mandado un bromista de Maddá, para que sucediera lo que había sucedido, que era impensable tal desfachatez por parte de una señora.
 
- Si llego a encontrar al bromista de marras -dijo el profesor Cozzo- le retuerzo el pescuezo, tan cierto como que existe Dios.
 
Puesto que Cozzo era soltero, todos se asombraron.
 
- Y tú ¿qué interés puedes tener en esto?
 
- Claro que me interesa -respondió Cozzo, golpeando nerviosamente el puño cerrado de la derecha contra la palma de la mano izquierda. Y le interesaba, desde luego: tenía una cita, la primera, con la señora Nicasio, en un hotel de la capital; pero la señora la había pospuesto, diciéndole que era preferible esperar un poco, que no podía decirle al marido que se iba sola a la ciudad a hacer las compras de costumbre, ya que ese día el profesor había estado intratable durante la comida, lleno de malhumor y sospechas.
 
La actitud de Cozzo suscitó una nueva oleada de sospechas, pero siempre contenidas, siempre ocultas; y también al profesor Nicasio, que estaba presente, le hizo reaflorar el recuerdo de aquel baile de carnaval, en el que casi toda la noche su mujer estuvo bailando con Cozzo, razón por la cual tuvo un pleito con ella al volver a casa.
 
En resumidas cuentas, esa fue una noche muy larga para algunos; para otros, demasiado corta.

Leonardo Sciascia (Italia, 1921-1989)
 

jueves, 18 de mayo de 2017

Carnaval: EL HOMBRE DE LA MÁSCARA DE ESPEJOS, de Vicente Garrido y Nieves Abarca

"... y yo necesito café siempre..."
 
(Fragmento del capítulo 29: Las joyas de Encina Yebra)
 
- ¿Un café? Tiene que ser instantáneo, lo siento, tenemos la cafetera estropeada, y yo necesito café siempre. Estoy terminando la tesis de Farmacia, no se puede imaginar de qué poco sirvo sin cafeína.
 
- Sí, gracias, te lo agradezco. Con leche. Me encanta el café instantáneo. Seguro que es mejor que el de la máquina de comisaría. Y tutéame, por favor -dijo Alana, feliz de ser tan bien recibida.
 
Alana se sentó en el sillón raído y con manchas mientras esperaba el café. Sobre una mesita había fotos de un grupo de amigas disfrazadas de guardias civiles en los carnavales, entre ellas Encina, que enseñaba entre risas unos grilletes vestida con una falda muy corta y un tricornio de plástico. Hasta ese momento no se había fijado en lo impresionante y atractiva que era Encina en verdad. La había visto ya muerta en aquel horrible tanque de agua, y fotos de cuando era muy joven, pero aquella instantánea la revelaba de otra forma: piernas largas, sonrisa rutilante, ojos pícaros, una orla de pecas que adornaba sus mejillas, y sobre todo su postura abiertamente seductora, incluso demasiado.
 
Cuando volvió Catalina con el café, Alana le enseñó la foto.
 
- Encina era una joven muy hermosa. Hasta con un tricornio de plástico estaba guapa, y eso no le puede sentar bien a nadie…


Vicente Garrido (España, 1958) y Nieves Abarca (España. 1968).

miércoles, 17 de mayo de 2017

Carnaval: TODO LO QUE MUERE, de John Connolly

"Las demostraciones públicas de disección atraían a un gran número de personas, y algunas asistían con disfraces de carnaval."
 
(Fragmento del capítulo 45)

No obstante, nada podía compararse a tener ante sí un cuerpo humano de verdad. Las demostraciones públicas de anatomía y disección atraían a un gran número de personas, y algunas asistían con disfraces de carnaval. Iban con el pretexto de aprender, pero, de hecho, la disección era poco menos que una prolongación de las ejecuciones públicas. En Inglaterra, la Ley de Homicidios de 1752 estableció un lazo directo entre los dos acontecimientos al permitir que los cadáveres de los asesinos se diseccionasen anatómicamente, y la autopsia penal se convirtió en un castigo más para el delincuente, a quien así se le privaba del derecho a un entierro como era debido. En 1832, la Ley de Anatomía prolongó hasta la otra vida las penurias de los pobres al autorizar la confiscación de los cuerpos de indigentes fallecidos para su disección.
 
Así pues, la muerte y la disección iban de la mano junto con el avance del conocimiento científico. Pero ¿y el dolor? ¿Y la repugnancia hacia el funcionamiento del organismo femenino durante el Renacimiento, que provocó una fascinación especialmente morbosa por el útero? En el despellejamiento y la disección, las realidades del sufrimiento, el sexo y la muerte no andaban muy lejos.
 
El interior del cuerpo, una vez revelado, nos remite a nuestra mortalidad. Pero ¿cuántos de nosotros pueden hablar con conocimiento de su propio interior? Vemos nuestra mortalidad sólo a través de la mortalidad de los demás. Aun entonces, sólo en circunstancias excepcionales, en caso de guerra, muerte por accidente o asesinato, cuando el espectador es testigo del hecho en sí o de sus consecuencias inmediatas, tenemos una visión clara de la mortalidad en toda su magnitud.


John Connolly (Irlanda, 1968).

La ilustración corresponde a Recompensa de la crueldad (1751), de William Hogarth.

martes, 16 de mayo de 2017

Carnaval: LUTO EN EL MARDI GRAS DE NUEVA ORLEANS


En Nueva Orleans, el carnaval es nada menos que una temporada. Se prolonga durante treinteiséis días y consume virtualmente a los celebrantes, quienes ingieren varios océanos de bebidas embriagantes”, escribe Julie Smith en el prólogo de Luto en Nueva Orleans (New Orleans Mourning), novela negra por la que recibió el premio Edgar Allan Poe en 1991. La celebración encuentra sus raíces en la nostalgia de los colonizadores por las tradiciones francesas que echaban de menos. “En la mayoría de las ciudades el carnaval dura alrededor de una semana. En Nueva Orleans la temporada comienza el 6 de enero, convirtiendo al martes de carnaval en el momento climático tras semanas de festejos”, puntualiza Smith en dicho prólogo. Skip Langdon, la protagonista, se da a la tarea de investigar el asesinato del rey del carnaval, que de manera casual ha sido filmado por un estudiante de cine. “¿Por qué, exactamente –le pregunta a Steve Steinman-, estaba filmando el desfile del Rex?”, entonces éste le explica que se trata de un proyecto académico: “Escribí un guión acerca de una mujer que se ve involucrada en un crimen y huye a Nueva Orleans, pero es carnaval y entonces se encuentra con que allí todo resulta aún peor que aquello dejado atrás”.
 
El origen del Mardi Gras en Nueva Orleans también es consignado por William Irish, un autor clásico del género –como ya lo hemos visto aquí mismo en Mitos y reincidencias-, en su clásica novela Vals en la oscuridad (Waltz into Darkness), publicada en 1947, y adaptada al cine en un par de ocasiones. La primera de ellas en 1969, La sirena del Mississippi, en la que Francois Truffaut traslada la trama al contexto francés, con Catherine Deneuve y Jean Paul Belmondo, y la otra más reciente, Pecado Original, protagonizada por Angelina Jolie y Antonio Banderas en 2001.

El siguiente párrafo pertenece a El hombre con las manos de luna (The Man With Moon Hands, 1993), de O’Neil de Noux: “Al salir del callejón recordó algo más. Se acordó de otro callejón cuando todavía era un novato. Era la mañana de Mardi Gras y habían asesinado a un policía. La Stanza encontró al asesino en un callejón nebuloso. El sujeto tenía un revólver y lo liquidó en menos de un segundo. Fue un buen disparo, un tiro limpio. Le disparó al hombre sin dudarlo.”

También en Ricos (Rich, 1978), de Ellen Gilchrist, cuyo crimen brutal acontece hasta el final del relato, se refiere el Mardi Gras en Nueva Orleans:
 
Los Wilson eran ricos porque sabían exactamente quienes eran porque cada año, desde la Epifanía hasta el martes de carnaval, ondeaban una hermosa bandera verde, dorada y púrpura en el exterior de su casa, lo que significaba que Letty había sido la reina del Mardi Gras el año en que era una debutante. No es que Letty fuese tan tonta para tomar esa bandera con seriedad.
En ocasiones hasta le apenaba tener que llamar al jardinero para pedirle que trajera su escalera:
- Preacher, ¿podrías venir el martes para subir mi bandera? –le preguntaba.
- Ya sabes que puedo –le respondía-. He estado programando mis pendientes para ponerla a tiempo. Nunca olvidaré que hermosa reina fuiste ese año.”
 
La novela Jazz para el asesino del hacha (The Axeman's Jazz, 2014), de Ray Celestin, se inspira en hechos reales: el asesinato de seis personas entre 1918 y 1919, en Nueva Orleans. En su primera parte tiene lugar un entierro que describe la atmósfera de la ciudad:
 
Entonces el predicador inició sus letanías, que entonaba contra el viento sibilante, y cuando terminó, la familia arrojó tierra a la tumba, uno a uno, un proceso que poseía su propio ritmo y cadencia. Y después de que el último deudo hubiera arrojado su puñado de tierra, y los terrones hubieran resonado en el ataúd y se hubieran deslizado por los lados, el grupo se volvió expectante hacia el mariscal, que se mantenía unos metros detrás, temblando sobre una franja de tierra desigual, la brisa agitando las vueltas de los pantalones de su traje.
 
El viejo recibió las miradas con los ojos muy abiertos y nublados, y después de unos largos segundos de silencio en los que susurró el viento, asintió, se llevó la mano al pecho y dio la vuelta a la banda que lo cruzaba para lucirla del lado apropiado en los días de desfile, un lado de deslumbrantes colores vivos, un dibujo africano de cuadra- dos rojos, dorados y verdes que brillaron en la niebla. Y casi al instante, como si un espíritu se hubiera apoderado de la gente, el entierro se transformó. Los miembros del club les dieron la vuelta a sus insignias de socios, la banda se puso la chaqueta del revés, aparecieron sonrisas, el mariscal hizo sonar el silbato y antes de darse cuenta la banda estaba tocando música de baile: una selección lasciva, ruidosa e irónica: Oh Didn’t He Ramble. Los trompetistas resonaron, la segunda línea bailó entre las tumbas y los miembros del club abrieron botellas de bourbon y cerveza para brindar por el fallecido. Una atmósfera de carnaval recorrió el desfile y lo llevó serpenteando por el cementerio y de vuelta a las calles, donde se unió más gente a la celebración, y la siempre creciente masa de los que querían juerga emprendió la marcha hacia el velatorio.
 
Mientras el cortejo fúnebre atravesaba ceremoniosamente la ciudad, ateniéndose a su rito tan bien ensayado de música y movimiento, una chica delgada de diecinueve años, con un vestido rojo pimiento y que respondía al nombre de Ida Davis, lo contemplaba con atención. No le había resultado muy difícil dar con el entierro: en Nueva Orleans el sonido se desplazaba sin demasiados obstáculos; era una ciudad llana, con edificios bajos de madera, descampados, ríos y lagos. Su padre, un músico, había señalado con frecuencia el fenómeno, y decía que casi era como si a la ciudad la hubieran construido en forma de instrumento para que difundiera la música. Cuando tocaba una banda -y las bandas de Nueva Orleans eran especialmente ruidosas-, se podía oír desde todos los sitios de la ciudad.
 
Micrófono abierto (Open Mike), de James Nolan transcurre en el barrio francés. Desde su primera línea establece: “Deben ser cientos de jóvenes los que han acabado muertos en el barrio francés.” Más adelante, el protagonista expresa su preocupación, “con todas esas Pollyanas flotando alrededor, los viejos depreda- dores estarían al acecho en las sombras, muriéndose por dar una mordida a esa carne inocente”. Y aunque la celebración en sí misma no tiene lugar en el texto, sí refiere las tiendas de pakistaníes “vendiendo máscaras de Mardi Gras hechas en China”.

En contraste, La chica Pony (Pony Girl), de Laura Lippman, gira por completo en torno a una noche de Mardi Gras. La intensa trama da principio con una aseveración del narrador, quien será el único testigo del crimen: "Estaba buscando problemas y definitivamente los iba a encontrar. ¿Qué estaría pensando esa muchacha cuando se vistió aquella mañana? ¿Cuando decidió -días, semanas, tal veces meses antes- que así era como quería salir a festejar el martes de carnaval?", para unas páginas más adelante describir la indumentaria en cuestión. La joven, rubia y esbelta, se ha puesto una ajustada malla de color champaña, orejas puntiagudas, botas de vaquero y la cola de un caballo en su trasero que se agita provocativa mientras baila, suscitando, como era de suponerse, la predecible reacción de quienes la observan, en particular de un negro conocido como Big Roy, que ni siquiera lleva disfraz. Tras una interesante reflexión acerca de los desafíos femeninos y la amenaza latente de una violación -sobre todo si se toma en cuenta que la autora de La chica pony es una mujer-, establece que: "Ella contaba con que los hombres serían razonables, lo que ya era bastante pedir en un martes de carnaval. La gente hace cosas extrañas, sobre todo cuando va enmascarada." De la joven que da su título al relato, caracterizada como una peculiar yegua de carnaval, nunca sabremos su nombre.
 
Para concluir esta breve exploración por el terreno del Mardi Gras y algunos de sus misteriosos crímenes en Nueva Orleans, un fragmento de Claire DeWitt y la ciudad de los muertos, de Sara Gren.

"- Lo siento -me disculpé-. Problemas femeninos. Así que Mardi Gras…
Al mencionarlo, Leon sonrió, toda su cara volvió a la vida. Fue como si alguien hubiese accionado un interruptor y lo hubiera encendido, como si una persona real hubiera sustituido el recortable de cartón que estaba ocupando su lugar.
- Ah, sí -dijo con entusiasmo-, desde pequeño colecciono cosas del Mardi Gras. He asistido a todos los desfiles, bueno, desde que nací, claro. Excepto en 1989. Estaba en el hospital, fue una gran lástima. Ese año me perdí toda la temporada de carnavales. Ahora soy de tres cofradías: la De Vieux, la zulú y… bueno, se supone que no puedo decir nada de la otra, pero es una de las grandes.
- ¿Eres un zulú? -le pregunté con asombro.
Volvió a sonreír. En ese momento era una persona distinta, una persona real con cosas que le gustaban, cosas que no, e incluso algo parecido a una personalidad."

Jules Etienne

Las ilustraciones corresponden a la celebración del Mardi Gras en Nueva Orleans y a la portada de Carnaval, versión francesa de la novela The Axeman's Jazz, de Ray Celestin.