sábado, 18 de febrero de 2017

Carnaval: DE REGRESO AL SUR, de Juan Carlos Onetti


(Fragmento inicial)

Cuando estuvo solo en el rincón del café, Oscar volvió a pensar en la cabeza pálida de tío Horacio en la camilla, que parecía haber aceptado definitivamente la expresión de leve interés y cortesía con que se enmascaraba al escudar hablar de personas y cosas que habían estado o atravesado el sur de Buenos Aires, la zona extranjera que se iniciaba en la calle Rivadavia, y a partir del Carnaval de 1938. Tío Horacio alzaba las cejas y casi sonreía para esperar el fin de aquellas conversaciones. Recordando su rostro muerto, era nuevamente imposible adivinar en qué sentido y con qué intención el odio y el desprecio actuaban sobre las imágenes y los seres del barrio sur, cuál había sido la deformación obtenida «o -tal vez no era más que esto- en qué tono de luz el odio y el desprecio envolvían para tío Horario los paisajes proscritos del Sur.

El sábado del Carnaval del 38, tío Horacio y Perla pasearon por Belgrano después de la comida; salieron del departamento y caminaron despacio por Tacuarí y Piedras, tomados del brazo. Oscar supo que habían ido a beber cerveza a un café alemán y que habían conversado allí hasta pasada la medianoche. Cuando volvieron, ella estuvo dando vueltas sin motivo por la casa, tarareando una música de Albéniz, y casi en seguida se acostó. Tío Horacio quedó un rato sentado junto a la mesa donde Oscar estudiaba. Parecía cansado, y se quitó el cuello. Jugaba con el reloj, metiendo un dedo en el bolsillo del chaleco, y miraba pensativo la mesa, en las pausas, entre las preguntas distraídas. Oscar vio que sonreía suavemente, y lo oyó reír un poco cuando se levantó y estuvo un rato de pie, las piernas muy separadas, sacudiendo la cabeza. Después suspiró, hizo la última pregunta sobre libros y exámenes y subió al dormitorio.
 
El domingo no salieron de casa; durante todo el día se movieron con pesadez y silencio por el calor de la casa, mal vestidos, tendiendo a los rincones frescos y semioscuros, donde marcaban su presencia con gruesos diarios de la mañana, revistas y libros ajados, de fecha antigua. Cuando Oscar se fue al anochecer, tío Horacio estaba solo en el escritorio contando unas gotas de remedio. "Ella se quiere ir y él no quiere presionarla hablándole de su enfermedad -pensó Oscar-, o ella se quiere ir y él va a buscar la forma de presionarla haciéndole saber, sin decirlo, que está otra vez enfermo."
 
El lunes de Carnaval estuvieron todo el día juntos y afuera; Oscar los vio de noche, nuevamente amigos; tío Horacio habló de muchas cosas, un poco excitado y feliz, con sudor en la frente y un jadeo al sonreír. El martes Oscar llegó a la calle Belgrano al anochecer; tío Horacio estaba solo, junto a una ventana, la camisa desprendida, los lentes colgando por una patilla de los dedos; y la quinta edición de un diario junto a los pies descalzos. Se saludaron, y Oscar no le vio más que sueño en la cara. Después no pudo comprender -porque aquello representaba a un desconocido cualquiera y no tenía relación alguna con tío Horacio- el encontrar encima de la carpeta del comedor, cerca del vaso de leche y el sandwich de jamón que le dejaba todas las noches Perla, una carta escrita con tinta muy azul, desplegada, sujeta con el centro de mesa, con cuatro dobleces bien marcados. La leche, el sandwich y la carta habían sido puestos allí por tío Horacio, por el hombre que estaba junto a la ventana de la otra habitación: quería enterarlo, sin preguntas, de que Perla se había ido con perdones, olvido, felicidad y el irrenunciable derecho a la realización de la propia vida. No volvieron a hablar de Perla; cuando Oscar volvió en la madrugada, la carta no estaba en la mesa, y tío Horacio continuaba espiando por la ventana la noche caliente de Carnaval, todavía blando en la cara el gesto de bondadoso hastío que habría de señalarlo hasta el final.
 
 
Juan Carlos Onetti (Uruguay, 1909-1994) 

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