(Fragmento)
Al otro día subí a ver al emperador. Me sentía filial
y fraternal a su lado. El hombre que se había gloriado siempre de servir y
pensar como cualquier soldado de su ejército, llegaba a su fin en la más grande
soledad; tendido en su lecho, seguía combinando grandiosos planes que ya no
interesaban a nadie. Como siempre, su lenguaje seco y cortante afeaba su
pensamiento; articulando trabajosamente las palabras, me habló del triunfo que
le preparaba Roma. Negaba la derrota como negaba la muerte. Dos días después
tuvo un segundo ataque. Se reanudaron mis ansiosos conciliábulos con Atiano y
Plotina. Previsora, la emperatriz había elevado a mi antiguo amigo a la
todopoderosa dignidad de prefecto del pretorio, poniendo así la guardia
imperial a sus órdenes. Matidia, que no abandonaba la habitación del enfermo,
estaba afortunadamente de nuestra parte; aquella mujer tan sencilla y tan
tierna era como de cera entre las manos de Plotina. Pero ninguno de nosotros
osaba recordar al emperador que la sucesión seguía pendiente. Quizá, como
Alejandro, había decidido no nombrar en persona a su heredero; quizá tenía con
el partido de Quieto compromisos que sólo él
conocía. O, más sencillamente, se negaba a admitir su propio fin; así es como
en tantas familias se ve morir intestados a tercos ancianos. Para ellos no se
trata tanto de guardar hasta el fin su tesoro o su imperio, que sus dedos
entumecidos ya han soltado a medias, como de no ingresar prematuramente en el
estado póstumo de un hombre que ya no tiene decisiones que adoptar, sorpresas
que dar, amenazas o promesas que hacer a los vivientes. Yo lo compadecía:
éramos demasiado diferentes como para que pudiera encontrar en mi ese dócil
continuador, dispuesto desde el comienzo a emplear los mismos métodos y hasta
los mismos errores, y que la mayoría de los hombres que han ejercido autoridad
absoluta buscan desesperadamente en su lecho de muerte. Pero el mundo, en torno
a él, carecía de estadistas; yo era el único a quien podía elegir sin faltar a
sus deberes de buen funcionario y de gran príncipe; como jefe habituado a
valorar las hojas de servicio, estaba prácticamente obligado a aceptarme. Por
lo demás, esa razón le daba un excelente motivo para odiarme. Poco a poco su
salud se restableció lo bastante como para permitirle salir de su habitación.
Hablaba de emprender una nueva campaña, pero ni él mismo creía en ella. Su
médico Crito, que temía los calores de la canícula, logró por fin convencerlo
de que retornara por mar a Roma. La noche antes de su partida me hizo llamar a
bordo del navío que lo llevaría a Italia, y me nombró comandante en jefe en su
reemplazo. Llegaba
hasta eso; pero lo esencial quedaba por hacer.
Marguerite Yourcenar* (Escritora en lengua francesa nacida en Bélgica, educada en Francia y afincada en Estados Unidos, donde falleció. Tenía doble nacionalidad, francesa y estadounidense; 1903-1987)
* El apellido Yourcenar era un seudónimo literario, anagrama del verdadero apellido: Crayencour. Su nombre completo fue Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislain Cleenewerck de Crayencour, al que podrían añadirse al final de Cartier de Marchienne, sus apellidos maternos.
(Traducido al español por Julio Cortázar)
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