"... el caballo resbaló, cayó de cabeza y ya no se pudo levantar."
(Fragmento del capítulo XIX)
Estábamos
en Carnaval. El viento había barrido toda la nieve y el río estaba muy
resbaladizo. Galopando tras la liebre, el caballo resbaló, cayó de cabeza y ya
no se pudo levantar. El corazón me dio un vuelco por el susto. Lo desensillé y
volví corriendo a casa. "¡Padre, mi caballo ha caído! Iba
persiguiendo una liebre..." "¿Y la has cogido?"
"No." "¡Entonces, ensilla el negro y alcánzala, hijo de
perra!" Ésos sí que eran buenos tiempos. Se vivía, se amaba a las
muchachas cosacas. El caballo había muerto, qué se le iba a hacer; lo
importante era alcanzar la liebre. ¡Y un caballo costaba cien rublos y una
liebre diez kópecs...! Bueno, es mejor no hablar de eso.
Pantelei Prokofievich
volvió de su visita al consuegro todavía más desorientado, envenenado por
el ansia y la inquietud. Ahora se daba cuenta, con toda claridad, de que unos
principios diferentes, hostiles a él, se habían adueñado de la vida. Y si antes
dirigía la casa y gobernaba la vida como en las carreras de obstáculos se
domina a un caballo amaestrado, ahora era la vida quien lo arrastraba como una
cabalgadura encabritada, cubierta de espuma, y él ya no sabía gobernarla, sino
que era zarandeado sobre su agitado lomo, sin poder reaccionar y esforzándose
miserablemente por no caerse.
El porvenir se presentaba envuelto en tinieblas.
El pasado se difuminaba en la niebla de la vida vivida. ¡Estaban aún tan
próximos los tiempos en que Miron Grigorievich era el más rico granjero de la
comarca! Pero los tres últimos años habían debilitado su poderío. Los criados
se marcharon,
sembraba la décima parte que antes; bueyes y caballos fueron vendidos a cambio
de una moneda que no hacía más que oscilar, como poseída por el vino, y que
cada día perdía valor. Todo ocurría como en un sueño. Y había caído encima como
la niebla que avanza desde la otra orilla del Don. Sólo quedaba, como recuerdo,
la casa con el balcón historiado con figuras y cornijones tallados. Muy pronto,
las canas salpicaron la barba rojiza de Korchunov; después estriaron las sienes
y la canicie se fue instalando en él, primero a mechones como la hierba, y
después, devorando el color rojizo, quedó dueña del campo, extendiéndose cada
vez más, conquistando un cabello tras otro, hasta posesionarse incluso de la
zona a ambos lados de la frente. En el mismo Miron Grigorievich luchaban dos
fuerzas opuestas: la sangre roja y viva se rebelaba, lo impulsaba a trabajar, a
sembrar, a construir cobertizos, a reparar los aperos, a enriquecerse; pero
cada vez con mayor frecuencia lo visitaba la tristeza. "¡De nada sirve
enriquecerse! ¡Llegará la ruina!" Las manos, terriblemente deformadas, no
cogían como antes el martillo o una pequeña sierra, sino que yacían ociosas
sobre las rodillas, moviendo los dedos sucios y retorcidos por el trabajo. La
ociosidad trajo la vejez. La tierra se le hizo odiosa. En primavera se
acercaba a ella como a una esposa amada, por costumbre, por deber. Ni los
beneficios le satisfacían como antes ni lamentaba las pérdidas. Los rojos
le habían confiscado los caballos y ni siquiera había protestado; él, que dos
años antes, por cualquier tontería, por un puñado de heno pisoteado por
los bueyes, por poco mata a su mujer con el horcón.
Mijaíl Shólojov (Rusia, 1905-1984). Obtuvo el premio Nobel en 1965.
La ilustración corresponde a una edición en español de El Don apacible ilustrada por Vicente B. Ballestar.
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