"... atraviesan diablos irrisorios, puramente decorativos, que andan en comparsas..."
(Fragmento)
II
Ahora está en la plaza viendo pasar
la mascarada. Entre la muchedumbre de disfraces atraviesan diablos irrisorios,
puramente decorativos, que andan en comparsas y llevan en las manos inofensivos
tridentes de cartón plateado. En ninguna parte el diablo solitario, con el
tradicional mandador que era terror y fascinación de la chusma. Indudablemente,
el Carnaval había degenerado.
Estando en estas reflexiones, Pedro
Nolasco vio que un tropel de muchachos invadía la plaza. A la cabeza venía un
absurdo payaso, portando en la mano una sombrilla diminuta y en la otra un
abanico con el cual se daba aire en la cara pintarrajeada, con un ambiguo y
repugnante ademán afeminado. Era esto toda la gracia del payaso, y en pos de la
sombrilla corría la muchedumbre fascinada como tras un señuelo.
Pedro Nolasco sintió rabia y
vergüenza. ¿Cómo era posible que un hombre se disfrazase de aquella manera? Y,
sobre todo, ¿cómo era posible que lo siguiera una multitud? Se necesita haber
perdido todas las virtudes varoniles para formar en aquel séquito vergonzoso y
estúpido. ¡Miren que andar detrás de un payaso que se abanica como una
mujerzuela! ¡Es el colmo de la degeneración carnavalesca!
Pero Pedro Nolasco amaba su pueblo y
quiso redimirlo de tamaña vergüenza. Por su pupila quieta y dura pasó el
relámpago de una resolución.
Al día siguiente, martes de Carnaval, volvió a aparecer en las calles de Caracas el diablo de Candelaria.
Al día siguiente, martes de Carnaval, volvió a aparecer en las calles de Caracas el diablo de Candelaria.
Al principio pareció que su antiguo prestigio renacía íntegro, pues a poco ya tenía en su seguimiento una turba que alborotaba las calles con sus siniestros ¡aús! Pero de pronto apareció el payaso de la sombrillita, y la mesnada de Pedro Nolasco fue tras el irrisorio señuelo, que era una promesa de sabrosa diversión sin los riesgos a que exponía el mandador del diablo.
Quedó solo éste, y bajo su máscara de trapo coronada por dos auténticos cuernos de chivo, resbalaron lágrimas de doloroso despecho.
Pero inmediatamente reaccionó y,
movido por un instinto al cual la experiencia había hecho sabio, arremetió
contra la turba desertora, confiando en que el imperativo legendario de su
látigo la volvería a su dominio, sumisa y fascinada.
Arremolinose la chusma y hubo un
momento de vacilación: el Diablo estaba a punto de imponerse, recobrando, por
la virtud del mandador, los fueros que le arrebatase aquel ídolo grotesco. Era
la voz de los siglos que resonaba en sus corazones.
Pero el payaso conocía las señales
del tiempo y, tremolando su sombrilla como una bandera prestigiosa, azuzó a su
mesnada contra el diablo.
Volvió a resonar como en los buenos
tiempos el ulular ensordecedor que fingía una traílla de canes visionarios,
pero esta vez no expresaba miedo, sino odio.
Pedro Nolasco se dio cuenta de la
situación: ¡estaba irremisiblemente destronado! Y, sea porque un sentimiento de
desprecio lo hiciese abdicar totalmente el cetro que había pretendido
restablecer sobre aquella patulea degenerada, o porque su diabólico corazón se
encogiese presa de auténtico miedo, lo cierto fue que volvió las espaldas al
payaso y comenzó a alejarse para siempre a su retiro.
Pero el éxito enardeció al payaso.
Arengando a la pandilla, gritó: «¡Muchachos! Piedras con el diablo.»
Y esto fue suficiente para que todas
las manos se armasen de guijarros y se levantasen vindicatorias contra el
antiguo ídolo en desgracia.
Huyó Pedro Nolasco bajo la lluvia
del pedrisco que caía sobre él, y en su carrera insensata atravesó el arrabal y
se echó por los campos de los aledaños. En su persecución la mesnada redoblaba
su ardor bélico, bajo la sombrilla tutelar del payaso. Y era en las manos de
éste el abanico fementido el sable victorioso de aquella jornada.
Caía la tarde. Un crepúsculo de
púrpuras se desgranaba sobre los campos como un presagio. El diablo corría,
corría, a través del paraje solitario por un sendero bordeado de montones de
basura, sobre los cuales escarbaban agoreros zamuros, que al verlo venir
alzaban el vuelo, torpe y ruidoso, lanzando fatídicos gruñidos, para ir a
refugiarse en las ramas escuetas de un árbol que se levantaba espectral sobre
el paisaje sequizo.
La pedrea
continuaba cada vez más nutrida, cada vez más furiosa. Pedro Nolasco sentía que
las fuerzas le abandonaban. Las piernas se le doblaban rendidas; dos veces cayó
en su carrera; el corazón le producía ahogos angustiosos.
Y se le llenó de dolor, como a todos
los redentores cuando se ven perseguidos por las criaturas amadas. ¡Porque él
se sentía redentor, incomprendido y traicionado por todos! El había querido
liberar a «su pueblo» de la vergonzosa sugestión de aquel payaso grotesco, levantarlo
hasta sí, insuflarle con su látigo el ánimo viril que antaño los arrastrara en
pos de él, empujados por esa voluptuosidad que produce el jugar con el peligro.
Por fin una piedra, lanzada por un
brazo más certero y poderoso, fue a darle en la cabeza. La vista se le nubló,
sintió que en torno suyo las cosas se lanzaban en una ronda vertiginosa y que
bajo sus pies la tierra se le escapaba. Dio un grito y cayó de bruces sobre el
basurero. Detúvose la chusma, asustada de lo que había hecho, y comenzó a desbandarse.
Sucedió un silencio trágico. El
payaso permaneció un rato clavado en el sitio, agitando maquinalmente el
abanico. Bajo la risa pintada de albayalde en su rostro, el asombro adquiría
una intensidad macabra. Desde el árbol fatídico, los zamuros alargaban los
cuellos hacia la víctima que estaba tendida en el basurero.
Luego el payaso emprendió la fuga.
Al pasar sobre el lomo de un collado, su sombrilla se destacó funambulesca
contra el resplandor del ocaso.
Rómulo Gallegos (Venezuela, 1984-1969)
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