Cándido, roto por
la alegría y la tristeza, satisfecho de haber visto al fin a su fiel mensajero,
un tanto extrañado al verle esclavo, pensando nada más en volver a ver a su
amada, con el corazón palpitante y el ánimo conmocionado, se sentó a la mesa
con Martín, que mantenía la calma en medio de todas aquellas aventuras, y con
los extranjeros que habían acudido al carnaval de Venecia.
Cacambo, que servía la bebida a uno de
aquellos extranjeros, hacia el final de la comida, se acercó al oído de su amo
y le dijo:
- Señor, Vuestra
Majestad puede partir cuando quiera, el barco está listo.
Pronunciadas
estas palabras, salió. Los comensales se miraban extrañados sin decir ni pío,
cuando otro criado, aproximándose a su amo, le dijo:
- Señor, el
carruaje de Vuestra Majestad se encuentra en Padua y el barco está ya listo.
El amo hizo un
gesto y el criado se fue. Todos los comensales volvieron a mirarse más
extrañados todavía. Un tercer criado se acercó también a un tercer extranjero y
le dijo:
- Señor, debéis
escucharme, Vuestra Majestad no debe permanecer aquí ni un minuto más: voy a
prepararlo todo.
E inmediatamente
desapareció. En aquel momento Cándido y Martín creyeron que se trataba de una
broma de carnaval. Un cuarto criado le dijo al cuarto amo:
- Señor, Vuestra
Majestad puede partir cuando quiera.
Y salió lo mismo
que los demás. El quinto criado se comportó igual con el quinto amo. Pero el
sexto criado habló de manera diferente al sexto extranjero que estaba junto a
Cándido, diciéndole:
- Os juro, señor,
que ya no nos fían ni a Vuestra Majestad ni a mí, por lo que nos podrían meter
entre rejas esta noche, a vos y a mí, así que yo voy a arreglar mis asuntos,
adiós.
Una vez idos
todos los criados, los seis extranjeros, Cándido y Martín guardaron un profundo
silencio, que Cándido rompió por fin diciendo:
Señores, se trata
de una broma un tanto particular. ¿Por qué todos son reyes? Yo les confieso que
ni Martín ni yo lo somos.
El amo de Cacambo
habló con gravedad entonces y dijo en italiano:
- No estoy
bromeando, me llamo Achmet III, y durante varios años he sido sultán; yo
destroné a mi hermano; mi sobrino me destronó a mí y degolló a mis visires;
ahora veo acabar mis días en el viejo harén; mi sobrino, el gran sultán
Mahmond, me permite a veces viajar por motivos de salud y he venido a pasar el
carnaval en Venecia.
Un joven que se
encontraba cerca de Achmet habló tras él, y dijo:
- Yo me llamo
Iván y he sido emperador de todas las Rusias; estando en la cuna me destronaron,
y a mi padre y a mi madre les encarcelaron; he sido educado en la cárcel; a
veces me permiten viajar, acompañado por mis guardianes y he venido a pasar el
carnaval en Venecia.
El tercero dijo:
- Yo soy Carlos Eduardo,
rey de Inglaterra; mi padre me cedió sus derechos al reino y he luchado por
defenderlos; arrancaron el corazón a ochocientos partidarios míos y les
golpearon con ellos en las mejillas; me han encarcelado; voy a Roma a visitar a
mi padre el rey, destronado como yo, y a mi abuelo; y he venido a pasar el
carnaval en Venecia.
A continuación
tomó la palabra el cuarto y dijo:
- Soy rey de los
polacos; la guerra me ha privado de las tierras que heredé y mi padre sufrió
igual suerte; me resigno ante la Providencia como el sultán Achmet, el
emperador Iván y el rey Carlos Eduardo, ¡que Dios les conceda larga vida! Yo he venido
a pasar el carnaval en Venecia.
El quinto dijo:
- Yo también soy
rey de los polacos; dos veces he perdido mi reino, pero la Providencia me ha
concedido otro estado en el que he hecho más bien que el que hayan podido hacer
a orillas del Vístula todos los reyes de los sármatas juntos. Yo también acepto
los designios de la Providencia y he venido a pasar el carnaval en Venecia.
Faltaba explicación
del sexto monarca.
- Señores -dijo-,
ustedes tienen mayor dignidad que yo; pero yo también he sido rey como
cualquier otro; soy Teodoro y fui elegido rey de Córcega. Entonces me daban
tratamiento de Vuestra Majestad, mientras que ahora apenas si me llaman señor;
acuñaba moneda y ahora no poseo ni un céntimo; tenía dos secretarios de Estado
y ahora ni un criado; me he sentado en un trono y en Londres he estado durante
mucho tiempo en la cárcel durmiendo sobre paja; presiento que voy a ser tratado
aquí de la misma manera, aunque haya venido, como Vuestras Majestades, a pasar
el carnaval en Venecia.
Los otros cinco
reyes escucharon estas palabras con generosa compasión. Cada uno entregó al rey
Teodoro veinte cequíes venecianos para que se comprara ropa de vestir, y
Cándido le regaló un diamante que valía dos mil cequíes, ante lo cual los cinco
reyes se preguntaban: Pero ¿quién será este hombre especial que puede dar cien
veces más que cada uno de nosotros y que además lo da? En ese mismo momento en
que se retiraban de la mesa, llegaron a aquella fonda otras cuatro altezas
serenísimas que también habían perdido sus Estados a causa de la guerra y que
venían a pasar el resto del carnaval en Venecia. Cándido ni siquiera reparó en
aquella gente pensando tan sólo en ir a Constantinopla en busca de su querida
Cunegunda.
Voltaire: François-Marie Arouet (Francia, 1694-1778).
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