lunes, 28 de diciembre de 2015

Unicornios: CAÍN, de José Saramago

"... si consiguiese convencer a uno de estos animales para que entrara en el arca, el unicornio preferentemente..."

(Fragmento del capítulo 12)

El señor le preguntó también a noé cómo llevaba lo de seleccionar a los animales que irían en el arca, y el patriarca dijo que una buena parte ya estaba reunida y que, en cuanto la obra del arca estuviera acabada, conseguirían los que todavía faltaban. No era verdad, era, tan sólo, una pequeña parte de la verdad. Realmente tenían unos cuantos animales, de los más comunes, en un cercado instalado al otro lado del valle, poquísimos si los comparamos con el plan de recogida establecido por el señor, es decir, todos los bichos vivientes, desde el panzudo hipopótamo hasta la más insignificante pulga, sin olvidar lo que hubiese desde ahí para abajo, incluyendo los microorganismos, que también son gente. Gente, en este amplio y generoso sentido, son también ciertos animales de los que mucho se habla en ciertos círculos restringidos que cultivan el esoterismo, pero que nunca nadie podrá presumir de haber visto. Nos referimos, por ejemplo, al unicornio, al ave fénix, al hipogrifo, al centauro, al minotauro, al basilisco, a la quimera, a todo ese animalario desemejante y heterogéneo que no tiene más que una justificación para existir, haber sido producido por dios en una hora de extravagancia, aunque creados del mismo modo que hizo al asno ordinario, de los muchos que pueblan estas tierras. Imagínese el orgullo, el prestigio, el crédito que noé ganaría ante los ojos del señor si consiguiese convencer a uno de estos animales para que entrara en el arca, el unicornio preferentemente, suponiendo que lo consiguiera encontrar alguna vez. El problema del unicornio es que no se le conoce hembra, luego no hay manera de que pueda reproducirse por las vías normales de la fecundación y la gestación, aunque, bien pensado, tal vez no se necesite, pues la continuidad biológica no lo es todo, basta con que la mente humana cree y recree aquello que oscuramente profesa.

(Fragmento del capítulo 13) 

Fue entonces cuando noé dio un grito, El unicornio, el unicornio. Efectivamente, galopando a lo largo del arca corría aquel animal sin par en la zoología, con su cuerno en espiral, todo él de una blancura deslumbrante, como si fuera un ángel, ese caballo fabuloso de cuya existencia tantos habían dudado, y ahora estaba ahí, casi al alcance de la mano, bastaría pedir que bajaran el arca, abrirle la puerta y atraerlo con un terrón de azúcar, que es el mimo que la especie equina más aprecia, es casi su perdición. De repente, el unicornio, así como apareció, desapareció. Los gritos de noé, Bajen, bajen, fueron inútiles. La maniobra de aterrizaje habría sido logísticamente complicada, y para qué, si el animal ya se había esfumado, quién sabe en qué tierras andará en este momento.


José Saramago (Portugal, 1922-2010). Obtuvo el premio Nobel en 1998.

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