martes, 10 de noviembre de 2015

Venecia: LA AZUCENA ROJA, de Anatole France

"Sonreía. ¡Qué boca! La más preciada joya, la más hermosa luz."

(Fragmento del capítulo IV)

- Hasta en Florencia -dijo el escultor- el cielo es lejano, se ve a distancia. Sólo en Venecia está en todas partes, acaricia la tierra y el agua, envuelve con amor las cúpulas de plomo y las fachadas de mármol, y lanza en el espacio irisado sus perlas y sus cristales. La hermosura de Venecia está en su cielo y en sus mujeres. Las venecianas, ¡hermosas criaturas de un contorno tan atrevido, tan puro! Aquellos cuerpos flexibles que se adivinan macizos bajo el chal negro… Aunque sólo quedara de tales mujeres un huesecillo, revelaría el encanto de su estructura exquisita. El domingo, en la iglesia, forman grupos risueños, agitados. Un conjunto de caderas algo salientes, de nucas elegantes, de sonrisas floridas, de miradas luminosas. Y todas se inclinan con soltura de cachorro al paso de un cura con cabeza de Vitelio y barbilla rebosante sobre la casulla, que lleva el cáliz, precedido de dos acólitos. Él andaba desigualmente al compás de sus ideas, tan pronto perezosas como aceleradas, y ella sostenía un paso regular con tendencia a adelantarse. El escultor la contemplaba, admirando en ella el porte ligero y firme que le agradaba, y advertía el estremecimiento que por instantes su cabeza voluntariosa comunicaba a los tallos de muérdago prendidos en su toca. Sin proponérselo, sentía el encanto de aquel paseo casi íntimo con una mujer casi desconocida.
 
Habían llegado al lugar donde la ancha avenida muestra sus cuatro hileras de plátanos; avanzaban junto al parapeto de piedra rematado por una cortina de boj que oculta piadosamente la fealdad de los edificios militares del muelle. Al otro lado se adivinaba el río, por la atmósfera lechosa que en los días sin bruma descansa sobre las aguas. El cielo era claro. Las luces de la ciudad se confundían con las estrellas. Al Sur brillaban los tres clavos de oro del Tahalí de Orión.

- El último año, en Venecia, todas las mañanas, al salir de mi casa, encontraba delante de la puerta, que tenía tres escalones sobre el canal, a una joven admirable, de cabeza pequeña, de cuello redondo y fuerte, de caderas vigorosas. Allí estaba envuelta en rayos de sol y en basura, graciosa como una ánfora, sutil como una flor. Sonreía. ¡Qué boca! La más preciada joya, la más hermosa luz. Advertí a tiempo que aquella sonrisa iba dirigida a un muchacho carnicero que se hallaba detrás de mí con el cesto en la cabeza. En el ángulo de la corta calle que baja al muelle, entre dos jardincillos, la señora Martín apresuró el paso.
 
- ¿Es cierto que en Venecia -le dijo- las mujeres son hermosas?
 
- Casi todas lo son. Hablo de las hijas del pueblo, de las cigarreras, de las humildes obreras de las vidrierías. Las otras son como en todas partes.
 
 
 Anatole France: François-Anatole Thibault (Francia, 1844-1924).
Obtuvo el premio Nobel de literatura en 1921.
 
La ilustración corresponde a La pesca del día (Catch of the Day), de Eugene de Blaas, 1898. 

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