"... cuando se encontró en medio del camino que salía de la ciudad y ascendía por las colinas Euganei..."
(Fragmento inicial)
Después de conseguir el permiso de la priora para salir unas horas,
Angeline, interna en el convento de Santa Anna, en la pequeña ciudad lombarda
de Este, se puso en camino para hacer una visita. La joven vestía con sencillez
y buen gusto; su faziola le cubría la cabeza y los hombros, y bajo ella
brillaban sus grandes ojos negros, extraordinariamente hermosos. Quizá no fuera
una belleza perfecta; pero su rostro era afable, noble y franco; y tenía una
profusión de cabellos negros y sedosos, y una tez blanca y delicada, a pesar de
ser morena. Su expresión era inteligente y reflexiva; parecía estar en paz
consigo misma, y era ostensible que se sentía profundamente interesada, y a
menudo feliz, con los pensamientos que ocupaban su imaginación. Era de humilde
cuna: su padre había sido el administrador del conde de Moncenigo, un noble
veneciano; y su madre había criado a la única hija de éste. Los dos habían
muerto, dejándola en una situación relativamente desahogada; y Angeline era un
trofeo que buscaban conquistar todos los jóvenes que, sin ser nobles, gozaban
de buena posición; pero ella vivía retirada en el convento y no alentaba a
ninguno.
Llevaba muchos
meses sin abandonar sus muros; y sintió algo parecido al miedo cuando se
encontró en medio del camino que salía de la ciudad y ascendía por las colinas
Euganei hasta Villa Moncenigo, su lugar de destino. Conocía cada palmo del
camino. La condesa de Moncenigo había muerto al dar a luz su segundo hijo y,
desde entonces, la madre de Angeline había residido en la villa. La familia
estaba formada por el conde, que, salvo algunas semanas de otoño, estaba
siempre en Venecia, y sus dos hijos. Ludovico, el primogénito, había sido
enviado en edad temprana a Padua para recibir una buena educación; y sólo vivía
en la villa Faustina, cinco años menor que Angeline.
Faustina era la
criatura más adorable del mundo: a diferencia de los italianos, tenía los ojos
azules y risueños, la tez luminosa y los cabellos color caoba; su figura ágil,
esbelta y nada angulosa recordaba a una sílfide; era muy bonita, vivaz y
obstinada, y tenía un encanto irresistible que empujaba a todos a ceder
alegremente ante ella. Angeline parecía su hermana mayor: se ocupaba de ella y
le consentía todos los caprichos; una palabra o una sonrisa de Faustina lo
podían todo. «La quiero demasiado -decía a veces-, pero soportaría cualquier
cosa antes que ver una lágrima en sus ojos.» Era propio de Angeline no expresar
sus sentimientos; los guardaba en su interior, donde crecían hasta convertirse
en pasiones. Pero unos excelentes principios y la devoción más sincera impedían
que la joven se viera dominada por ellas.
Angeline se
había quedado huérfana tres años antes, cuando había muerto su madre, y
Faustina y ella se habían trasladado al convento de Santa Anna, en la ciudad de
Este; pero un año más tarde, Faustina, que entonces tenía quince años, había
sido enviada a completar su educación a un famoso convento de Venecia, cuyas
aristocráticas puertas estaban cerradas a su humilde compañera. Ahora, a los diecisiete
años, después de finalizar sus estudios, había vuelto a casa; y se disponía a
pasar los meses de septiembre y octubre en Villa Moncenigo con su padre. Los
dos habían llegado aquella misma noche, y Angeline había salido del convento
para ver y abrazar a su amiga del alma.
Mary Shelley (Inglaterra, 1797-1851).
La ilustración corresponde al monte Mottelone, colinas Euganei, en el trayecto de Villa Beatrice d'Este a Venecia.
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