lunes, 18 de mayo de 2015

Madeleine: AMAURY, de Alexandre Dumas

"Antoinette dejó el piano al oír esto y cruzando con ella una mirada de inteligencia, repuso..."
 
(Fragmento inicial del capítulo II)

El joven dijo a su amada en voz baja:
 
- ¡Es un horrible tormento, Madeleine, el no poder vernos con libertad y a solas muy de tarde en tarde! ¿Crees que es casualidad o que tu padre lo ha dispuesto de este modo?
 
- No sé qué pensar, Amaury -respondió Madeleine-. Sólo puedo decirte que lo siento como tú. Cuando podíamos vernos a todas horas no sabíamos apreciar en su justo valor nuestra dicha. No en vano dicen que la sombra es lo que hace que el sol sea deseable.
 
- ¿Hay inconveniente en que hagas comprender a Antoinette que nos prestaría un señalado servicio alejando de aquí por un rato a la señora Braun? Me parece que se queda aquí más por costumbre que por prudencia, y no creo que tu padre le haya dado el encargo de vigilarnos.
 
- Ya se me ha ocurrido muchas veces, y es el caso que no sé a qué atribuir el sentimiento que me veda el hacer eso. Siempre que abro la boca para hablar de ti a mi prima siento que se ahoga la voz en mi garganta. Y sin embargo, no ignora ella que te quiero.
 
- También yo lo sé, Madeleine; pero necesito que me lo digas tú misma en alta voz. Para mí no hay dicha comparable a la que disfruto al verte, y así y todo preferiría privarme de ella a tener que contemplarte ante personas extrañas, frías e indiferentes que obligan al disimulo. No acierto a expresarte lo que en este momento me mortifica semejante tiranía.
 
Madeleine se levantó y dijo sonriente:
 
- Amaury, ¿quieres ayudarme a buscar en el jardín algunas flores? Estoy pintando un ramo y el que hice ayer se ha marchitado ya.
 
Antoinette dejó el piano al oír esto y cruzando con ella una mirada de inteligencia, repuso:
 
- Madeleine, no debes salir al aire libre y exponer tu salud con el tiempo frío y nebuloso que está haciendo. Ya iré yo. ¡Verás qué ramo tan precioso voy a traerte! Señora Braun, hágame el favor de traerme al jardín el ramo que verá usted en un jarro del Japón sobre una mesita del cuarto de Madeleine, porque hay que hacerlo enteramente igual a ése.
Diciendo esto bajó al jardín por la escalinata, mientras que el aya, que no tenía que cumplir orden alguna respecto a Amaury y a Madeleine y que conocía los vínculos de afecto que les unían desde la niñez, iba en busca del ramo.
 
Amaury la siguió con los ojos, y así que la perdió de vista tomó con dulzura la mano de Madeleine, exclamando con acento apasionado:
 
- ¡Ya nos han dejado solos, siquiera sea por un instante! Aprovechémoslo, Madeleine: mírame, dime que me amas, pues a ser sincero, desde que he visto a tu padre tan transformado, voy dudando ya de todo. De mí, bien sabes que te amo, que te amo con todo mi ser.
 
Alexandre Dumas (Francia, 1802-1870)

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