lunes, 16 de junio de 2014

Espejos (46): OPINIONES DE UN PAYASO, de Heinrich Böll


(Fragmento del capítulo 23)

Me miré en el espejo: mis ojos estaban completamente vacíos, por primera vez no tuve necesidad de vaciármelos antes de pasar media hora mirándome al espejo y haciendo gimnasia facial. Era el rostro de un suicida, y cuando comencé a maquillarme mi rostro era el de un muerto. Me extendí vaselina por toda la cara y desgarré un tubo de maquillaje blanco que estaba medio seco, extraje lo que pude y me teñí del todo blanco: ningún trazo negro, ni un punto rojo, todo blanco, incluso las cejas. Encima, el pelo parecía una peluca; la boca no maquillada era oscura, casi azul: los ojos, azul claro como un cielo de verano, vacíos como los de un cardenal que se niega a reconocer que hace tiempo que ha perdido la fe. Ni siquiera tenía yo miedo de mí. Con aquel rostro podría yo hacer carrera, podría incluso fingir hipócritamente aquello que con toda su bobada, con toda su estupidez, me era relativamente simpático: aquello en lo que creía Edgar Wieneken. Eso por lo menos era insípido, y con su insipidez era lo más honrado dentro de lo indigno, el más pequeño de los males menores. Además de lo negro, lo pardo oscuro y lo azul, quedaba otra opción, y llamarla roja sería demasiado eufemístico y demasiado optimista, pero era de un gris levemente teñido de aurora. Un triste color par a una cosa triste, en la cual quizá había lugar para un payaso que se había hecho culpable del peor de los pecados en un payaso: despertar compasión.

 
Heinrich Böll (Alemania, 1917-1985). Recibió el premio Nobel en 1972.

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