miércoles, 4 de junio de 2014

Espejos (34): LOS MISERABLES, de Víctor Hugo


Cuarta parte. Capítulo VI: Espejo indiscreto
 
(Fragmento)
 
¿Qué son las convulsiones de una ciudad al lado de los motines del alma? El hombre es más profundo que el pueblo. Jean Valjean en aquel momento sentía en su interior una conmoción violenta. El abismo se había vuelto a abrir ante él, y temblaba como París en el umbral de una revolución formidable y oscura. Algunas horas habían bastado para que su destino y su conciencia se cubrieran de sombras.
 
La víspera de aquel día, por la noche, acompañado de Cosette y de Santos, se instaló en la calle del Hombre Armado. Jean Valjean estaba tan inquieto que no veía la tristeza de Cosette. Cosette estaba tan triste que no veía la inquietud de Jean Valjean.
 
Apenas llegó a la calle del Hombre Armado disminuyó su ansiedad y se fue disipando poco a poco. Durmió bien. Dicen que la noche aconseja, y puede añadirse que tranquiliza.
 
Al día siguiente se despertó casi alegre y hasta encontró muy bonito el comedor, que era feo. Cosette dijo que tenía jaqueca y no salió de su dormitorio.
 
Por la tarde, mientras comía, oyó confusamente dos o tres veces el tartamudeo de Santos que le decía:
 
- Señor, hay jaleo; están combatiendo en las calles.
 
Pero, absorto en sus luchas interiores, no hizo caso.
 
Más tarde, cuando se paseaba de un lado a otro, meditando, su mirada se fijó en algo extraño. Vio enfrente de sí, en un espejo inclinado que estaba sobre el aparador, estas tres líneas que leyó perfectamente:
 
"Amor mío: Mi padre quiere que partamos en seguida. Estaremos esta noche en la calle del Hombre Armado, número 7. Dentro de ocho días iremos a Londres. Cosette, 4 de junio"

Jean Valjean se detuvo aturdido.

¿Qué había sucedido? Cosette al llegar había puesto su carpeta sobre el aparador, delante del espejo, y en su dolorosa agonía la dejó olvidada allí sin notar que estaba abierta precisamente en la hoja de papel secante que había empleado para secar la carta. Lo escrito había quedado marcado en el secante. El espejo reflejaba la escritura.

Jean Valjean se sintió desfallecer, dejó caer la carpeta y se recostó en el viejo sofá, al lado del aparador, con la cabeza caída, la vista vidriosa. Se dijo entonces que la luz del mundo se había apagado para siempre, que Cosette había escrito aquello a alguien, y oyó que su alma daba en medio de las tinieblas un sordo rugido.
 
Cosa curiosa y triste, en aquel momento, Marius no había recibido aún la carta de Cosette y la traidora casualidad se la había dado ya a Jean Valjean.
 
El pobre anciano no amaba ciertamente a Cosette más que como un padre; pero en aquella paternidad había introducido todos los amores de la soledad de su vida. Amaba a Cosette como hija, como madre, como hermana; y como no había tenido nunca ni amante ni esposa, este sentimiento se había mezclado con los demás, vagamente, puro con toda la pureza de la ceguedad, espontáneo, celestial, angélico, divino; más bien como instinto que como sentimiento. El amor, propiamente tal, estaba en su gran ternura para Cosette, y era como el filón de una montaña, tenebroso y virgen.
 
Entre ambos no era posible ninguna unión, ni aun la de las almas, y, sin embargo, sus destinos estaban enlazados. Exceptuando a Cosette, es decir, a una niña, no tenía en su larga vida nada que amar. Jean Valjean era un padre para Cosette; padre extrañamente formado del abuelo, del hijo, del hermano y del marido que había en él.
 
Así, cuando vio que todo estaba concluido, que se le escapaba de las manos; cuando tuvo ante los ojos esta evidencia terrible -otro es el objeto de su corazón, otro tiene su amor y yo no soy más que su padre- experimentó un dolor que traspasó los límites de lo posible. Sintió hasta la raíz de sus cabellos el horrible despertar del egoísmo, y lanzó un solo grito: ¡yo!
 
Jean Valjean volvió a coger el secante, y quedó petrificado leyendo aquellas tres líneas irrecusables. Sintió que se derrumbaba toda su alma. Su instinto no dudó un momento.
 
 
Víctor Hugo (Francia, 1802-1885) 

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