miércoles, 21 de mayo de 2014

Espejos (20): Especulando con las obsesiones de Jorge Luis Borges

"En su infancia, a Borges le asustaban las máscaras y los espejos."
 
"No sé cual es la cara que me mira cuando miro la cara del espejo."
Jorge Luis Borges
 
Dos pesadillas acosaron siempre a Borges, los laberintos y los espejos: “Siempre sueño con laberintos o con espejos. En el sueño del espejo aparece otra visión, otro terror de mis noches, que es la idea de las máscaras. Siempre las máscaras me dieron miedo. Sin duda sentí en la infancia que si alguien usaba una máscara estaba ocultando algo horrible. A veces (estas son mis pesadillas más terribles) me veo reflejado en un espejo, pero me veo reflejado con una máscara. Tengo miedo de arrancar la máscara porque tengo miedo de ver mi verdadero rostro, que imagino atroz. Ahí puede estar la lepra o el mal o algo más terrible que cualquier imaginación mía.” No en vano Harold Bloom en su ensayo El canon occidental, lo define como "Maestro de laberintos y de espejos."

"En su infancia -asegura Luis Harss-, a Borges le asustaban las máscaras y los espejos. Había al pie de su cama un gran espejo en cuyas imágenes múltiples veía los espectros de fabulosos animales prehistóricos. Por lo menos uno de sus poemas registra ese temor." Ese poema al que se refiere lleva por título precisamente Los espejos, y desde su primera línea establece con una determinación que no permite dudas: "Yo que sentí el horror de los espejos".

Como explica Carmen Perilli en su análisis El símbolo del espejo en Borges: "El espejo es el símbolo por excelencia de la representación de la realidad. Esta representación es fiel sólo en apariencia pues ofrece una imagen idéntica pero invertida, mostrando una suerte de revés de la vida." De ahí que: "Para Borges -afirma, por su parte, Néstor Otero- el sujeto no alcanza identidad estable porque la vida es una cronología de facetas que se alteran con cada nueva interrogación ante el espejo." El propio Borges, entonces, se responderá a sí mismo: "Llego (...) a mi espejo. Pronto sabré quien soy."

Emprender una recopilación o intentar siquiera una sucinta antología de las abundantes alusiones y referencias especulares en la obra borgiana, podría acabar por convertirse en una tarea inagotable. Su poesía y su narrativa son un constante reflejo en el azogue, como sucede en su soneto Al espejo, cuando se pregunta: "¿Por qué persistes, incesante espejo?", o en Los espejos abominables, que forma parte de su Historia universal de la infamia, en que escribe: "La tierra que habitamos es un error, una incompetente parodia. Los espejos y la paternidad son abominables porque la multiplican y afirman." A ese mismo volumen corresponde el relato El espejo de tinta, que culmina así: "Los espantados ojos de Yakub pudieron ver por fin esa cara -que era la suya propia-. Se cubrió de miedo y locura. Le sujeté la diestra temblorosa con la mía que estaba firme y le ordené que continuara mirando la ceremonia de su muerte. Estaba poseído por el espejo: ni siquiera trató de alzar los ojos o de volcar la tinta. Cuando la espada se abatió en la visión sobre la cabeza culpable, gimió con una voz que no me apiadó, y rodó al suelo, muerto." Por último, en Los espejos velados, Borges registra de nuevo el citado temor a los espejos:
 
"El Islam asevera que el día inapelable del Juicio, todo perpetrador de la imagen de una cosa viviente resucitará con sus obras, y les será ordenado que las anime, y fracasará, y será entregado con ellas al fuego del castigo. Yo conocí de chico ese horror de una duplicación o multiplicación espectral de la realidad. pero ante los grandes espejos. Su infalible y continuo funcionamiento, su persecución de mis actos, su pantomima cósmica, eran sobrenaturales entonces, desde que anochecía. Uno de mis insistidos ruegos a Dios y al ángel de mi guarda era el de no soñar con espejos. Yo sé quien los vigilaba con inquietud. Temí, unas veces que empezaran a divergir de la realidad; otras, ver desfigurado en ellos mi rostro por adversidades extrañas. He sabido que ese temor está, otra vez, prodigiosamente en el mundo. La historia es harto simple, y desagradable.

Hacia 1927, conocí una chica sombría: primero por teléfono (porque Julia empezó siendo una voz sin nombre y sin cara); después, en una esquina al atardecer. Tenía los ojos alarmantes de grandes, el pelo renegrido y lacio, el cuerpo estricto. Era nieta y bisnieta de federales, como yo de unitarios, y esa antigua discordia de nuestras sangres era para nosotros un vínculo, una posesión mejor de la patria. Vivía con los suyos en un desmantelado caserón de cielo raso altísimo, en el resentimiento y la insipidez de la decencia pobre. De tarde -algunas contadas veces de noche- salíamos a caminar por su barrio, que era el de Balvanera. Orillábamos el paredón del ferrocarril; por Sarmiento llegamos una vez hasta los desmontes del Parque Centenario. Entre nosotros no hubo amor ni ficción de amor: yo adivinaba en ella una intensidad que era del todo extraña a la erótica, y le temía. Es común referir a las mujeres, para intimar con ellas, rasgos verdaderos o apócrifos del pasado pueril; yo debí contarle una vez de los espejos y dicté así, el 1928, una alucinación que iba a florecer en 1931. Ahora, acabo de saber que ha enloquecido y que en su dormitorio los espejos están velados pues en ellos ve mi reflejo, usurpando el suyo, y tiembla y calla y dice que la persigo mágicamente.

Aciaga servidumbre la de mi cara, la de una de mis caras antiguas. Ese odioso destino de mis facciones tiene que hacerme odioso también, pero ya no me importa."
 
Jules Etienne

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