"José Arcadio Buendía soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una cuidad ruidosa con casas de paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquella, y le contestaron con un nombre que nunca había oído, que no tenía significado alguno, pero que tuvo una resonancia sobrenatural: Macondo”.
Soñó con espejos porque no podía ser de otro modo. Macondo es un gran espejo en el que los nombres de los personajes y los sucesos se repiten, la novela está formada por veinte capítulos, los primeros diez narran una historia y los restantes, la otra mitad, la reproducen de manera invertida: el relato gira sobre sí mismo, se duplica y se reescribe, como mirando su propio reflejo.
La narración posee una simetría especular, como lo llega a advertir Pilar Ternera casi al final de la novela: "No había ningún misterio en el corazón de un Buendía, que fuera impenetrable para ella, porque un siglo de naipes y de experiencias le había enseñado que la historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo e irremediable del eje."
De la misma manera como solía sucederle a José Arcadio en uno de sus sueños recurrentes:
“Cuando estaba solo, José Arcadio Buendía se consolaba con el sueño de los cuartos infinitos. Soñaba que se levantaba de la cama, abría la puerta y pasaba a otro cuarto igual, con la misma cama de cabecera de hierro forjado, el mismo sillón de mimbre y el mismo cuadrito de la Virgen de los Remedios en la pared del fondo. De ese cuatro pasaba a otro exactamente igual, y luego a otro exactamente igual, hasta el infinito. Le gustaba irse de cuatro en cuatro, como en una galería de espejos paralelos, hasta que Prudencio Aguilar le tocaba el hombro. Entonces regresaba de cuarto en cuatro, despertando hacia atrás, recorriendo el camino inverso, y encontraba a Prudencio Aguilar en el cuarto de la realidad…”
Mario Vargas Llosa en su extenso y prolijo ensayo García Márquez: historia de un deicidio, en el que se dedica a analizar la riqueza y complejidad de su obra, lo explica en estos términos:
"Aparentemente, en Cien años de soledad hay y pasan muchas cosas; característica de la realidad ficticia parece ser la profusión de seres, de objetos, sobre todo de sucesos: todo el tiempo está ocurriendo algo. Pero una lectura fría nos revela que pasan menos cosas de las que parece, pues pasan las mismas cosas varias veces. Ese incesante desfile que es todo el libro (y del que son reflejo esos pequeños desfiles que hemos visto) es circular: los seres, objetos y hechos que constituyen la realidad ficticia se repiten de modo que acaban por dar una impresión de infinito, de multiplicación sin término, como las imágenes que se devuelven dos espejos. Otra ley de la realidad ficticia es la repetición. El procedimiento, cuyo uso constante imprime al mundo verbal este cariz, aparece tanto en la materia como en la forma, y, dentro de la forma, tanto en la estructura como en la escritura."
A eso también se debe que Suzanne Jill Levine haya educido una frase de la propia novela ("profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado") al titular su propio ensayo El espejo hablado, un estudio publicado en el ya lejano 1975, imprescindible en aquel momento para desentrañar las claves y laberintos que encierra su lectura.
Jules Etienne
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