viernes, 26 de noviembre de 2021

Rainer María Rilke: CORRESPONDENCIA AMOROSA CON UNA JOVEN VENECIANA


Aunque Rainer María Rilke no se caracterizó a lo largo de su vida por la abundancia en materia de romances, entre 1907 y 1913 sostuvo correspondencia con Adelmina Romanelli, una joven veneciana de quien se enamoró y a quien enviara más de treinta apasionadas cartas redactadas en francés. En la primera de ellas, escrita en la propia Venecia cuando recién la había conocido, comienza:
 
Venecia, 26 de noviembre
hacia medianoche
 
Mi querida y hermosa Amiga:
 
Por primera vez a solas con su retrato, debo, en el silencio de la noche veneciana, escribirle. Por breve que sea, esta carta atesorará el privilegio de ser la primera. Otras habrá que le repetirán lo que ella viene a decirle tan ingenuamente: Lo feliz que soy por haberla encontrado de nuevo bella y admirable, tal y como usted lo es en todo.
 
Y más adelante, en esa misma carta con que iniciaba la relación epistolar, le confiesa su amor:
 
Después de todo lo que hemos hablado, lo que hemos sentido juntos durante estos días, es natural que la ame. Hay que devolver a esta palabra su grandeza: por eso la pronuncio; de lejos: porque he asumido por completo mi soledad; de cerca: porque aquellos a los que amo me ayudan infinitamente a soportarla.
 
Pero de entre todo el epistolario destaca una reflexión sobre la vida y la muerte que remite desde Alemania tan sólo un par de semanas después:
 
Obernueland bei Bremen (Alemania)
Domingo 8 de diciembre de 1907.
 
En la vida hay muerte, y me sorprende que se pretenda ignorarlo: la muerte, cuya implacable presencia sentimos en cada cambio al que sobrevivimos, porque sentimos hay que aprender poco a poco a morir. Debemos aprender a morir: esto es toda la vida. Preparar de lejos la obra maestra de una muerte digna y suprema, una muerte donde el azar no tenga cabida, una muerte bien hecha, muy feliz, entusiasta, como sólo los santos han sabido formar, una muerte largamente madurada, que con sus propias manos borra su nombre odioso, no siendo más que un gesto que devuelva al anónimo universo las leyes reconocidas y salvadas de una vida intensamente realizada. Esta noción de la muerte, que se ha desarrollado dolorosamente en mí de experiencia en experiencia desde mi infancia, me ordena soportar humildemente la pequeña muerte de cada día para hacerme digno de la que nos quiere grandes.
 
No me avergüenza, querida amiga, haber llorado el otro domingo en la góndola fría y excesivamente mañanera que giraba y giraba constantemente, pasando por barrios difusamente esbozados, tan difusamente esbozados que me parecían pertenecer a otra Venecia, esta vez situada en los limbos. Y la voz del “barcaiolo”, que pedía paso en la esquina de un canal, quedaba sin respuesta, como si estuviera ante la misma muerte.
 
Y las campanas que, un momento antes, había oído en mi habitación (en la habitación donde había vivido toda una vida, en la que había nacido y en la que me disponía a morir) me parecían muy nítidas; esas mismas campanas arrastraban tras de sí sonidos hechos de jirones, errante sobre las aguas y se encontraban sin reconocerse.
 
Justo es esta muerte la que se prosigue de continuo en mí sus caminos, la que trabaja en mí y me transforma el corazón, la que incrementa el rojo de mi sangre, la que comprime la vida que fue nuestra, a fin de que se convierta en una gota agridulce que circula por mis venas, que penetra en todas partes, la que, al fin, es infinitamente mía.
 
Y sin evadirme de mi tristeza, soy feliz, querida amiga, al sentir que usted existe, bella; feliz por haberme entregado sin miedo a su belleza, igual que un pájaro se entrega, inmenso, al espacio; feliz, querida amiga, por haber andado con verdadera fe sobre nuestras aguas inciertas, hasta tocar tierra en la isla de su corazón, donde brota, floreciente, el dolor. En fin, feliz…
Suyo,
R. María

Jules Etienne

No hay comentarios.:

Publicar un comentario