Ya en otras ocasiones me he referido al concepto de ciudadano del mundo que, al parecer, tuvo su
origen en una frase de Sócrates: "No
soy ni de Atenas ni de Corinto, soy un ciudadano del mundo". Al
margen de las ocupaciones cuya esencia es viajera -como los exploradores,
marinos, pilotos aviadores y azafatas o transportistas-, en ese aspecto uno de
los oficios más paradójicos es el de escritor. Y es que para serlo se requieren
largas jornadas de aislamiento que supondrían una naturaleza sedentaria, sin
embargo, es bien sabido que entre los individuos más inquietos se cuentan los
escritores. Es raro aquel que nace y muere en el mismo lugar. Casi todos han
radicado en distintas naciones en determinada época de sus vidas. Algunos con
motivo de sus estudios, otros porque tampoco les es ajeno el desempeño de
encomiendas diplomáticas, la mayoría por la mera inquietud de conocer el mundo,
y desafortunadamente muchos -más de los que sería deseable-, lo hacemos en un
exilio forzoso.
Esto
último se debe al papel que los escritores asumen con frecuencia como la voz de
una sociedad o de ser también quienes llevan el recuento histórico de una
nación. Sabido es que para quienes ejercen el poder siempre resulta incómodo
afrontar los juicios sobre su desempeño, la enumeración de sus abusos y hasta
recibir las propuestas para enmendar los errores cometidos. El escritor, por
esencia, no puede ni debe permanecer en silencio, a reserva de convertirse en
cómplice de los políticos y dejar de merecer su condición de conciencia crítica.
Jean-Marie
Gustave Le Clézio, francés que recibió el premio Nobel de literatura en 2008, sería
el epítome del trotamundos: su infancia transcurrió entre la Francia ocupada de
la segunda guerra y Nigeria, luego vivió en Tailandia, México (tradujo Las profecías del Chilam Balam al francés
y escribió una tesis sobre la conquista de Michoacán), Panamá, Estados Unidos y,
sobre todo, en la remota isla de Mauricio, en busca de sus raíces genealógicas.
Por si no fuera suficiente, se casó con una mujer originaria de Marruecos, de
nombre Jemia, con quien tuvo dos hijas. Esta es una de sus reflexiones sobre
nuestro mundo globalizado:
“La
condición de extranjero hoy nos define como humanos, pese a que vivimos en
sociedades en las que el hogar, las fronteras y las leyes sociales son
importantes. Lo que se llama mundialización es el invento de un ser humano
nuevo que supera las fronteras y se comunica de diversas maneras nuevas. Un
extranjero es alguien que puede imaginar los otros mundos y puede trasladarse a
otras civilizaciones. En el mundo actual no existe choque de culturas. Hay un
poder central del mundo industrial y tecnológico, pero las culturas se resisten
a ese poder y se afirman en su medio. Ese
enfrentamiento responde al esfuerzo por sobrevivir.
Francia no tuvo la suerte de países como los de
América Central o del Sur, que aceptaron una inmigración sin prejuicios. Alemania,
España, Italia y Francia se congelaron en un autorrespeto de su
historia, y eso es ilusorio. Ahora construyen murallas mentales para impedir la
mezcla, pero ésta es una corriente natural. Son
sociedades que se vuelven más racistas, más xenófobas.”
Y así nos
encontramos con que entre los españoles que llegaron a México durante la guerra
civil, estaban Luis Cernuda, Max Aub, Ramón Xirau y Tomás Segovia -estos dos
últimos todavía adolescentes-, mientras que León Felipe decía: "Tú te quedas con todo y me dejas desnudo y errante
por el mundo..."
A Rafael Alberti no le permitieron desembarcar en Tampico, de otra manera su
nombre seguramente se habría unido a los mencionados, en cambio, junto con
Gómez de la Serna y Francisco Ayala, se exilió en Argentina. También Antonio
Machado tuvo que salir de España, aunque el prefirió permanecer en Europa y
quedó enterrado en el poblado francés de Coilloure: "Murió el poeta lejos del hogar/ le cubre el polvo de
un país vecino."
Con el
ascenso de Hitler al poder, en 1933, Thomas Mann se trasladó a Suiza –donde le había
precedido Hermann Hesse-, y después a Estados Unidos, durante la guerra. Adquirió
la ciudadanía checoeslovaca, primero, y la estadonidense más tarde, por lo que
le retiraron la nacionalidad alemana. Años después de concluida la guerra se le
restituyó en forma honoraria en Lübeck, su ciudad natal. Murió, al igual que
Hesse, en Suiza. Su hermano Heinrich fue declarado persona non grata por los nazis y logró huír a Francia, para después
encontrarse con Thomas en Estados Unidos.
Al igual
que los hermanos Mann, el ruso Vladimir Nabokov llegó a radicar en los Estados
Unidos durante la guerra, cuando tenía cuarenta años de edad. Y si bien su
biografía indica que nació en San Petersburgo y murió en Suiza, su novela más
conocida, Lolita, fue
escrita en idioma inglés cuando vivía en Ashland, Oregon.
En su
discurso de agradecimiento al recibir el premio Nobel de literatura ante la
Academia Sueca, en 1971, Pablo Neruda narraba la forma en que tuvo
que atravesar los Andes a caballo, para poder salir de Chile rumbo a Argentina.
Vivió su exilio primero en París y, sobre todo, en Italia.
Cuando T.
S. Eliot obtuvo ese mismo premio en 1948, su nacionalidad era la británica
-nació en St. Louis Missouri, en Estados Unidos-. En cambio, Saul Bellow era
originario de Lachine, en la provincia canadiense de Québec, pero al recibir el
Nobel en 1976, era ciudadano estadounidense.
El
colombiano García Márquez se había establecido en México y el peruano Vargas Llosa
en Barcelona, cuando a su vez también recibieron el Nobel. Julio Cortázar nació
en Bruselas y falleció en París, sin embargo, es uno de los escritores
argentinos más destacados del siglo 20. Otro argentino, Jorge Luis Borges, pasó
los últimos años de su vida en Suiza -como Chaplin-, donde murió en 1986. El
mexicano Carlos Fuentes radicó en Venecia por una corta temporada, después en
París cuando ocupaba el cargo de embajador, más tarde se estableció en Londres
para finalmente regresar a morir en México, que tampoco era su país natal,
puesto que nació en Panamá, lugar en el que su padre desempeñaba un cargo
diplomático en 1928. Sus restos reposan en un cementerio parisino al igual que
los de Julio Cortázar.
Malcolm Lowry era un inglés que vivía en North Vancouver -al otro lado de la bahía-, durante la
época en la que escribió su célebre novela Bajo el volcán, que transcurre durante un día de muertos
en la ciudad de Cuernavaca, en México. Por su parte, William Gibson es un estadounidense que
reside desde la década de los años setenta en una de las pequeñas islas del
estrecho de Georgia (el mismo al que José Emilio Pacheco le dedicó un poema con ese título,
ya que radicó en Vancouver en una época de su vida), en esta provincia
canadiense de la Columbia Británica –desde la que también escribo la presente
crónica-. A él se debe la creación del término hoy de uso común ciberespacio, en su obra de ciencia
ficción Neuromante (Neuromantic), la gran ironía del asunto
estriba en que tan avanzado futurismo fue creado en una antigua máquina de
escribir todavía mecánica.
Y como
los anteriores hay numerosos ejemplos más. Es como si los escritores hubiesen
venido repitiendo la expresión socrática con la que inicia este texto, a lo
largo de todos estos siglos, frase a la que Facundo Cabral parecería haberle puesto música:
"No soy de aquí, ni soy de allá".
Jules Etienne