(Fragmento)
Todas las tardes,
cuando oscurecía lo suficiente como para que el equipo perdedor tuviera una
excusa para justificar sus malas jugadas, los comanches nos refugiábamos
egoístamente en el talento del Jefe para contar cuentos. A esa hora formábamos
generalmente un grupo acalorado e irritable, y nos peleábamos en el autobús -a
puñetazos o a gritos estridentes- por los asientos más cercanos al Jefe. (El
autobús tenía dos filas paralelas de asientos de esterilla. En la fila de la
izquierda había tres asientos adicionales -los mejores de todos- que llegaban
hasta la altura del conductor.) El Jefe sólo subía al autobús cuando nos
habíamos acomodado. A continuación se sentaba a horcajadas en su asiento de
conductor, y con su voz de tenor atiplada pero melodiosa nos contaba un nuevo episodio
de "El hombre que ríe". Una vez que empezaba su relato, nuestro
interés jamás decaía. "El hombre que ríe" era la historia adecuada
para un comanche. Hasta había alcanzado dimensiones clásicas. Era un cuento que
tendía a desparramarse por todos lados, aunque seguía siendo esencialmente
portátil. Uno siempre podía llevárselo a casa y meditar sobre él mientras
estaba sentado, por ejemplo, en el agua de la bañera que se iba escurriendo.
Único hijo de un
acaudalado matrimonio de misioneros, el "hombre que ríe" había sido
raptado en su infancia por unos bandidos chinos. Cuando el acaudalado
matrimonio se negó (debido a sus convicciones religiosas) a pagar el rescate
para la liberación de su hijo, los bandidos, considerablemente agraviados,
pusieron la cabecita del niño en un torno de carpintero y dieron varias vueltas
hacia la derecha a la manivela correspondiente. La víctima de este singular
experimento llegó a la mayoría de edad con una cabeza pelada, en forma de nuez
(pacana) y con una cara donde, en vez de boca, exhibía una enorme cavidad
ovalada debajo de la nariz. La misma nariz se limitaba a dos fosas nasales
obstruidas por la carne. En consecuencia, cuando el "hombre que ríe"
respiraba, la abominable siniestra abertura debajo de la nariz se dilataba y
contraía (yo la veía así) como una monstruosa ventosa. (El Jefe no explicaba el
sistema de respiración del "hombre que ríe" sino que lo demostraba
prácticamente). Los que lo veían por primera vez se desmayaban instantáneamente
ante el aspecto de su horrible rostro. Los conocidos le daban la espalda.
Curiosamente, los bandidos le permitían estar en su cuartel general siempre que
se tapara la cara con una máscara roja hecha de pétalos de amapola. La máscara
no solamente eximía a los bandidos de contemplar la cara de su hijo adoptivo,
sino que además los mantenía al tanto de sus andanzas; además, apestaba a opio.
Todas las mañanas, en su extrema soledad, el
"hombre que ríe" se iba sigilosamente (su andar era suave como el de
un gato) al tupido bosque que rodeaba el escondite de los bandidos. Allí se
hizo amigo de muchísimos animales: perros, ratones blancos, águilas, leones,
boas constrictor, lobos. Además, se quitaba la máscara y les hablaba
dulce, melodiosamente, en su propia lengua. Ellos no lo consideraban feo.
Al Jefe le llevó un par de meses llegar a este punto de la historia. De ahí en
adelante los episodios se hicieron cada vez más exóticos, a tono con el gusto
de los comanches. El "hombre que ríe" era muy hábil para informarse
de lo que pasaba a su alrededor, y en muy poco tiempo pudo conocer los secretos
profesionales más importantes de los bandidos. Sin embargo, no los tenía en
demasiada estima y no tardó mucho en crear un sistema propio más eficaz. Empezó
a trabajar por su cuenta. En pequeña escala, al principio -robando,
secuestrando, asesinando sólo cuando era absolutamente necesario- se dedicó a
devastar la campiña china. Muy pronto sus ingeniosos procedimientos criminales,
junto con su especial afición al juego limpio, le valieron un lugar especialmente
destacado en el corazón de los hombres. Curiosamente, sus padres adoptivos (los
bandidos que originalmente lo habían empujado al crimen) fueron los últimos en
tener conocimiento de sus hazañas. Cuando se enteraron, se pusieron
tremendamente celosos. Uno a uno desfilaron una noche ante la cama del
"hombre que ríe", creyendo que habían podido dormirlo profundamente
con algunas drogas que le habían dado, y con sus machetes apuñalaron repetidas
veces el cuerpo que yacía bajo las mantas. Pero la víctima resultó ser la madre
del jefe de los bandidos, una de esas personas desagradables y pendencieras. El
suceso no hizo más que aumentar la sed de venganza de los bandidos, y
finalmente el "hombre que ríe" se vio obligado a encerrar a toda la
banda en un mausoleo profundo, pero agradablemente decorado. De cuando en
cuando se escapaban y le causaban algunas molestias, pero él no se avenía a
matarlos. (El "hombre que ríe" tenía una faceta compasiva que a mí me
enloquecía.
J. D. Salinger: Jerome David Salinger (Estados Unidos, 1919-2010).
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