Podrían llevarme con los ojos vendados
y aún así reconocería la proximidad del mar,
adivinaría sus olores en la brisa vespertina
para imaginar a los barcos entregando su carga
impregnada con el sedimento de los delirios
que se amontonaron durante la travesía:
la dureza del metal arrancado a las montañas
filigranas de seda o sonrisas frutales de árboles eternos.
Nunca aprendí a disfrutar el paisaje sórdido
que desfigura los muelles en burdel de ocasión,
la ebriedad de los marinos y evas de todos los adanes
que subastan la noche a cualquier postor;
me quedo, en cambio, con su luz a pleno sol
o el horizonte ruborizado del ocaso.
Todo eso lo sé, lo aprendí desde un principio
porque nací en un puerto, figura de arena
al sur de la línea que delimita el trópico,
he paseado descalzo sobre nubes ardientes
a las que, por razones que desconozco, les dicen dunas,
en una playa tan extensa que los ojos no bastan
con la locura partida en dos por algún amor adolescente;
y habré de morir en otro, en el que ahora vivo,
como estatua de nieve, aquí donde termina el norte,
frente a un océano al que decidieron llamar Pacífico.
Jules Etienne.
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