"... era «peste». Ese enemigo de la raza humana (…) La plaga alcanzó Constantinopla..."
(Fragmento del capítulo I)
Perdita no se opuso a su decisión y se limitó a
estipular que le permitiera acom- pañarlo. No se había marcado ninguna pauta de
conducta para sí misma, pero ni aun queriendo hubiera podido oponerse al más
banal de sus deseos ni hacer otra cosa que aceptar de buen grado todos sus
planes. Una palabra, en realidad, la hubiera alarmado más que las batallas y
los sitios, pues confiaba en que, durante éstos, la destreza de Raymond lo
libraría de todo peligro. Y aquella palabra, que por entonces para ella no era
más que eso, era «peste». Ese enemigo de la raza humana había empezado, a
principios de junio, a alzar su cabeza de serpiente en las orillas del Nilo y
había afectado ya a zonas de Asia por lo general libres de semejante mal. La
plaga alcanzó Constantinopla, pero como la ciudad recibía todos los años la
misma visita, se prestó poca atención a los relatos que afirmaban que allí ya
habían muerto más personas de las que normalmente eran presa de ella en los
meses más cálidos. Sin embargo, ni la peste ni la guerra impedirían a Perdita
seguir a su señor ni la llevarían a plantear objeción alguna a sus planes.
Estar cerca de él, recibir su amor, sentir que volvía a ser suyo, constituían
el colmo de sus deseos. El objeto de su vida era darle placer. Así había sido antes,
pero con una diferencia; en el pasado, sin preverlo ni pensarlo, le había hecho
feliz siéndolo ella también, y ante cualquier decisión consultaba sus propios
deseos, pues no se diferenciaban de los de su amado. Ahora, en cambio, no se
tenía en cuenta a sí misma, sacrificando incluso la inquietud que le causaba su
salud y bienestar, decidida como estaba a no oponerse a ninguno de sus planes.
A Raymond le espoleaban el amor del pueblo griego, la sed de gloria y el odio
que sentía por el gobierno bárbaro bajo el que él mismo había sufrido hasta
casi la muerte. Deseaba devolver a los atenienses el amor que le habían
demostrado, mantener vivas las imágenes de esplendor asociadas a su nombre y
erradicar de Europa un poder que, mientras todas las demás naciones avanzaban
en civilización, permanecía inmóvil, como monumento de antigua barbarie. Yo,
por mi parte, habiendo logrado la reconciliación de Raymond y Perdita, me
sentía impaciente por regresar a Inglaterra. Pero su petición sincera, unida a
mi curiosidad creciente y a una angustia indefinida por presenciar la
catástrofe, al parecer inminente, de la larga historia bélica de Grecia y
Turquía, me llevaron a consentir en prolongar mi periodo de residencia en suelo
heleno hasta el otoño.
Mary Shelley: Mary Wollstonecraft Shelley (Inglaterra, 1797-1851).