martes, 31 de julio de 2018

Solsticio: IDOLATRÍA, de Ramón López Velarde

"... y cuando van de oro son un baño para la Tierra, y son preclaramente los dos solsticios de un único año."
 
La vida mágica se vive entera
en la mano viril que gesticula
al evocar el seno o la cadera,
como la mano de la Trinidad
teológicamente se atribula
si el Mundo parvo, que en tres dedos toma,
se le escapa cual un globo de goma.

Idolatremos todo padecer,
gozando en la mirífica mujer.

Idolatría
de la expansiva y rútila garganta,
esponjado liceo
en que una curva eterna se suplanta
y en que se instruye el ruiseñor de Alfeo.

Idolatría
de los dos pies lunares y solares
que lunáticos fingen el creciente
en la mezquita azul de los Omares,
y cuando van de oro son un baño
para la Tierra, y son preclaramente
los dos solsticios de un único año.

Idolatría
de la grácil rodilla que soporta,
a través de los siglos de los siglos,
nuestra cabeza en la jornada corta.

Idolatría
de las arcas, que son
y fueron y serán horcas caudinas
bajo las cuales rinde el corazón
su diadema de idólatras espinas.

Idolatría
de los bustos eróticos y místicos
y los netos perfiles cabalísticos.

Idolatría
de la bizarra y música cintura,
guirnalda que en abril se transfigura,
que sirve de medida
a los más filarmónicos afanes,
y que asedian los raucos gavilanes
de nuestra juventud embravecida.

Idolatría
del peso femenino, cesta ufana
que levantamos entre los rosales
por encima de la primera cena,
en la columna de nuestros felices
brazos sacramentales.

Que siempre nuestra noche y nuestro día
clamen: ¡Idolatría! ¡Idolatría!
 
 
Ramón López Velarde (México, 1888-1921).

lunes, 30 de julio de 2018

Solsticio: EL ÚLTIMO HOMBRE, de Mary Shelley


(Fragmento correspondiente al solsticio, el 21 de junio)
 
Desde el este nos llegó una historia extraña, a la que se habría concedido poco crédito de no haberla presenciado multitud de testigos en diversas partes del mundo. Se decía que el veintiuno de junio, una hora antes del solsticio, se elevó por el cielo un sol negro;* un orbe del tamaño del astro, pero oscuro, definido, cuyos haces eran sombras, ascendió desde el oeste. En una hora había alcanzado el meridiano y eclipsado a su esplendoroso pariente diurno. La noche cayó sobre todos los países, una noche repentina, opaca, absoluta. Salieron las estrellas, derramando en vano sus brillos sobre una tierra viuda de luz. Pero el orbe tenue no tardó en pasar por encima del sol y en dirigirse al cielo del este. Mientras descendía, sus rayos crepusculares se cruzaban con los del sol, brillantes, opacándolos o distorsionándolos. Las sombras de las cosas adoptaban formas raras y siniestras. Los animales salvajes de los bosques eran presa del terror cuando contemplaban aquellas formas desconocidas que se dibujaban sobre la tierra, y huían sin saber dónde. Los ciudadanos sentían un gran temor ante la convulsión que «arrojaba leones a las calles»;** pájaros, águilas de poderosas alas, cegadas de pronto, caían en los mercados, mientras los búhos y los murciélagos hacían su aparición, saludando a la noche precoz. Gradualmente el objeto del temor fue hundiéndose en el horizonte, y hasta el final irradió sus haces oscuros en un aire por lo demás transparente. Ese fue el relato que nos llegó de Asia, del extremo oriental de Europa y de África, desde un lugar tan lejano como la Costa de Oro.
 
 
Mary Shelley (Inglaterra, 1797-1851)


* Esta descripción coincide con el Apocalipsis, 6:12. «El sol se puso negro como tela de cilicio».
** La expresión es de César al referirse a la muerte de Marco Antonio «... debió arrojar leones a las calles de la ciudad», en el acto V, escena primera, de Antonio y Clepatra, de William Shakespeare.

domingo, 29 de julio de 2018

Solsticio: DEPART, de Vicente Huidobro

"Las flores del solsticio florecen al vacío..."


La barca se alejaba
Sobre las olas cóncavas

De qué garganta sin plumas
brotaban las canciones

Una nube de humo y un pañuelo
Se batían al viento

Las flores del solsticio
Florecen al vacío
Y en vano hemos llorado
sin poder recogerlas

El último verso nunca será cantado

Levantando un niño al viento
Una mujer decía adiós desde la playa

Todas las golondrinas se rompieron las alas.


Vicente Huidobro (Chile, 1893-1948).

sábado, 28 de julio de 2018

Solsticio: LAS CIUDADES Y LOS CAMBIOS, de Italo Calvino


A ochenta millas de proa al viento rnaestral el hombre llega a la ciudad de Eufamia, donde los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para la vuelta con rollos de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar desiertos para venir hasta aquí no es sólo el trueque de mercancías que encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas rebajas de precio. No sólo a vender y a comprar se viene a Eufamia sino también porque de noche junto a las hogueras que rodean el mercado, sentados sobre sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que uno dice -como «lobo», «hermana», «tesoro escondido», «batalla», «sarna», «amantes»- los otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de amantes, de batallas. Y tú sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar todos los recuerdos propios uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufamia, la ciudad donde se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio.


Italo Calvino (Escritor italiano nacido en Cuba en 1923 y fallecido en Italia en 1985).

viernes, 27 de julio de 2018

Solsticio: PELANDO LA CEBOLLA, de Günter Grass


(Fragmento que hace referencia al solsticio de verano)

Es verdad que no puedo recordar haberme sentido especialmente entusiasmado, haberme abierto paso hasta las tribunas como portaestandarte, ni haber aspirado jamás al puesto de jefe de pelotón, lleno de cordones, pero colaboré sin rechistar incluso cuando me aburrían aquellos eternos cánticos y aquel redoblar sordo.

No era sólo el uniforme lo que atraía. La divisa hecha a medida «¡La juventud debe dirigir a la juventud!» concordaba con lo que se ofrecía: acampadas y juegos al aire libre en los bosques playeros, fuegos de campamento entre rocas erráticas convertidas en lugares germánicos de asamblea en las tierras onduladas del sur de la ciudad, celebraciones del solsticio de verano y del alba bajo el cielo estrellado y en claros del bosque abiertos hacia el este. Cantábamos, como si los cánticos hubieran podido hacer al Reich más y más grande.

Mi abanderado, un chico obrero del asentamiento de Nueva Escocia, era apenas dos años mayor que yo: un tipo estupendo que tenía gracia y sabía andar sobre las manos. Yo lo admiraba, me reía cuando se reía, y le corría detrás obedientemente.

Todo ello me seducía para salir del aire viciado pequeñoburgués de las coacciones familiares, apartarme del padre, del parloteo de los clientes ante el mostrador de la tienda, de la estrechez del piso de dos habitaciones del que sólo me correspondía el nicho plano que había bajo el alféizar de la ventana derecha del cuarto de estar, que debía bastarme.

En sus estantes se amontonaban los libros y mis álbumes para pegar los cromos de los cigarrillos. Allí tenían su lugar la plastilina para mis primeras figuras, el bloc de dibujo Pelikan, la caja de doce colores de aguada, los sellos de correos coleccionados de forma más bien secundaria, un montón de chismes y mis secretos cuadernos de escribir.

Günter Grass (Alemania, 1927-2015). Recibió el premio Nobel en 1999.
 

La lectura de las primeras páginas de Pelando la cebolla es posible en el sitio de Editorial Alfaguara:
(buscar la descarga en la esquina inferior a la izquierda) http://www.alfaguara.com/es/libro/pelando-la-cebolla/

jueves, 26 de julio de 2018

Solsticio: SOLSTICIO DE VERANO, de Derek Walcott

"El solsticio de verano, en tanto que uno aguarda sus relámpagos..."

(Fragmentos)
 
El auge del verano se dilata a mi lado con bostezo felino.
Árboles de bordes polvosos, autos derretidos
dentro de su caldera. El ardor hace tambalear mestizos a la deriva.
El capitolio se ha vuelto a pintar de rosa, los rieles
en torno a Woodford Square color sangre herrumbrosa.
La casa Rosada, con ánimo argentino,
canturrea desde el balcón. Monótonos, lívidos matorrales
rozan las nubes húmedas, sobre las tiendas de especies chinas en ideogramas de buitres.
Las calles de este horno asfixian.
Sastres luctuosos de Belmont escrutan inclinados sobre
máquinas antiguas
donde cosen a junio y julio sin sutura.
El solsticio de verano, en tanto que uno aguarda sus
relámpagos,
el centinela armado
aguarda con sopor el estallido de un fusil.
Pero yo me alimento de sus cenizas y vulgaridad,
de la fe que llena de horror a sus exilios,
de los montes en el ocaso y sus polvorientas luces naranjas,
y aun de la luz guía del puerto fétido
que gira como la de un auto policiaco. El terror,
al menos, es nativo. Como el olor putañero de la magnolia.
Toda la noche los ladridos de una revolución claman en falso. La luna resplandece como
un botón perdido.
Lámparas de sodio amarillo avanzan por el muelle.
 
(...)
 
El mar en el solsticio de verano, la carretera ardiente, esta hierba,
estas cabañas que me formaron,
la selva y el azadón vislumbrados a la orilla del camino, en el margen del arte;
las alimañas zumban en el bosque sagrado,
nada le puede exterminar, se encuentra en la sangre;
sus bocas rosáceas, de querubines cantan la ciencia lenta
de morir -cabezas con un ala diáfana como gasa en el oído.

 

Derek Walcott (Británico originario de la isla de Santa Lucía, 1930-2017).
Obtuvo el premio Nobel en 1992. 
 
(Traducido al español por Roberto Diego Ortega).

miércoles, 25 de julio de 2018

Solsticio: BLANCO, de Octavio Paz


(Fragmento que menciona "el eje de los solsticios")

caes de tu cuerpo a tu sombra no allá sino en mis ojos
en un caer inmóvil de cascada cielo y suelo se juntan
caes de tu sombra a tu nombre intocable horizonte
te precipitas en tus semejanzas yo soy tu lejanía
caes de tu nombre a tu cuerpo el más allá de la mirada
en un presente que no acaba las imaginaciones de la arena
caes en tu comienzo las disipadas fábulas del viento
derramada en mi cuerpo yo soy la estela de tus erosiones
tú te repartes como el lenguaje espacio dios descuartizado
tú me repartes en tus partes altar el pensamiento y el cuchillo
vientre teatro de la sangre eje de los solsticios
yedra arbórea lengua tizón de frescura el firmamento es macho y hembra
temblor de tierra de tu grupa testigos los testículos solares
lluvia de tus talones en mi espalda falo el pensar y vulva la palabra
ojo jaguar en espesura de pestañas espacio es cuerpo signo pensamiento
la hendidura encarnada en la maleza siempre dos sílabas enamoradas
los labios negros de la profetisa Adivinanza
entera en cada parte te repartes las espirales transfiguraciones
tu cuerpo son los cuerpos del instante es cuerpo el tiempo el mundo
visto tocado desvanecido pensamiento sin cuerpo el cuerpo imaginario

contemplada por mis oídos    Horizonte de música tendida
olida por mis ojos                   Puente colgante del color al aroma
acariciada por mi olfato          Olor desnudez en las manos del aire
oída por mi lengua                 Cántico de los sabores
comida por mi tacto               Festín de niebla
habitar tu nombre                  Despoblar tu cuerpo
caer en tu grito contigo         Casa del viento
 
La irrealidad de lo mirado
Da realidad a la mirada


Octavio Paz (México, 1914-1998). Obtuvo el premio Nobel en 1990.

La ilustración corresponde a la fotografía Mujer al viento (2006), de Alex Krivstov. 

martes, 24 de julio de 2018

Solsticio: EL SOL, EL PRIMERO, Odysseas Elytis


X

Muchachito con la rodilla raspada
cabeza rapada   sueño sin rapar
pie con anclas cruzadas
brazo de pino  lengua de pez
hermanito de la nube.

Cerca de ti viste blanquear la arena humedecida
escuchaste el silbar del caramillo
los más coloridos
conociste los más desnudos lugares
muy en el fondo el gracioso movimiento de un pez
muy en lo alto el sombrero de la iglesita
y muy a lo lejos un vapor con chimeneas rojas.

Viste la ola de las plantas donde el cierzo
tomaba su baño matinal la  hoja del cacto
el puentecito en el recodo del camino
pero también la sonrisa salvaje
en el estrepitoso entrechocar de los árboles
en los grandes solsticios de boda
ahí donde gotean lágrimas las camelias
ahí donde abre el erizo las adivinanzas del agua
ahí donde los astros presagian el huracán.

Muchachito con la rodilla raspada
talismán loco   mentón obstinado
pantaloncillo ligero
pecho de roca   alcatraz del agua
pillastre de la blanca nube.


Odysseas Elytis (Grecia, 1911-1996).

(Traducido del griego por Carmen Chuaqui y Natalia Moreleón) .

lunes, 23 de julio de 2018

Solsticio: LA MONTAÑA, de Hermann Hesse

"... con los restos de nieve reían los ojos datos de las flores de verano con colores azules y amarillos..."
 
 Todo transcurre, y todo lo nuevo envejece alguna vez. Mucho tiempo pasó desde aquella feria, y más de uno de los que entonces se enriquecieron, había vuelto a ser pobre. La muchacha de los largos cabellos de oro rojo estaba casada desde bastante tiempo atrás y ya tenía hijos que frecuentaban las ferias de la ciudad en las postrimerías de cada verano. La muchacha de los ágiles pies de bailarina era ahora la esposa de un maestro artesano de la ciudad. Aún sabía bailar magníficamente, mejor que muchas jóvenes; tenía tanto dinero como su marido había deseado en otro tiempo, y, según las perspectivas, a la alegre pareja el dinero le duraría toda la vida. La tercera muchacha, la de las manos lindas, era la que más pensaba en el hombre extraño de la barraca de los espejos. Ella no se había casado, es cierto, y tampoco se había enriquecido, pero conservaba sus manos delicadas que la privaron, por causa de su misma delicadeza, de volver a las tareas campesinas. En cambio, cuidaba a los niños de su aldea cuando era necesario, y les relataba cuentos de hadas e historias. Precisamente, por su intermedio, los niños habían conocido la historia de la fantástica feria, de los pobres que se habían enriquecido y de la transformación del país de Faldum en una montaña. Cuando refería aquellos sucesos, se miraba sonriente sus esbeltas manos de princesa, y podía creerse, dadas su emoción y ternura, que nadie había conseguido, excepto ella, una fortuna más radiante junto a los espejos, no obstante haberse quedado soltera y pobre y tener que dedicarse a contar sus bellas historias a niños ajenos.

Los que fueron jóvenes en aquellos tiempos, eran ahora viejos, y los viejos de entonces habían fallecido. Inmutable y sin edad se elevaba solamente la montaña; y cuando la nieve sobre su cumbre enceguecía a través de las nubes, parecía sonreír y estar contenta de no ser más un hombre, de no tener que contar más el tiempo de acuerdo con la medida humana. En lo alto, por encima de la ciudad y la campiña, brillaban las peñas de la montaña; su sombra poderosa se trasladaba cada día sobre el país; sus arroyos y torrentes anunciaban abajo, en e Rano, la llegada y el término de las estaciones del año; la montaña se había convertido en el sostén y padre de todas las cosas. Crecían sobre ella bosques y praderas con hierba ondulante y flores; las fuentes brotaban de ella, y también la nieve, el hielo y las piedras; de estas últimas brotaba un musgo colorido y junto a sus arroyos surgían nomeolvides. En sus entrañas había cuevas, por las que el agua goteaba como hebras de plata, año tras año y de piedra en piedra con una música inmutable; y en sus abismos había cámaras secretas donde con paciencia milenaria se iban formando cristales. En la cumbre de la montaña jamás había estado hombre alguno. Pero muchos pretendían saber que arriba de todo había un pequeño lago redondo, en el que nunca se había reflejado otra cosa que el sol, la luna, las nubes y los astros. Ningún hombre ni animal se había asomado a aquella taza que la montaña ofrecía al cielo, porque ni las águilas volaban tan alto.

Los habitantes de Faldum vivían contentos en la ciudad y en los numerosos valles; bautizaban a sus hijos, se dedicaban al comercio y a la industria. y unos sepultaban a los otros. Y todo lo que pasaba de generación en generación y que sobrevivía, era su conocimiento y sus sueños acerca de la montaña. Pastores y cazadores de gamuzas, los que recogían el heno en las laderas de la montaña y los buscadores de flores, vaqueros y viajeros incrementaban el tesoro de esa tradición, y tanto los poetas líricos como los narradores se encargaban de transmitirlo. Ellos sabían de cavernas oscuras e interminables, de, cascadas sombrías en abismos escondidos, de glaciares profundamente hendidos y también aprendían a conocer los cursos de los aludes y los cambios meteorológicos. Y lo que llegaba a la campiña en lo concerniente al calor y al frío, al agua o al crecimiento, al tiempo bueno o malo y a los vientos, todo esto provenía de la montaña.

De los tiempos primitivos ya nadie sabía nada. Es cierto que existía la hermosa leyenda de la feria maravillosa en la que todas las almas de Faldum pudieron formular su deseo. Pero el que la montaña también hubiese surgido ese día, eso no quería creerlo nadie. La montaña, se daba por cierto, estaba en su sitio desde el origen de las cosas y allí seguiría por toda la eternidad. La montaña era la patria, era Faldum. Pero la historia de las tres muchachas y la del violinista eran escuchadas con placer. Y siempre se hallaba, aquí o allá, a un muchacho que se abstraía profundamente tocando el violín a puertas cerradas, soñando con disiparse tras la creación de su melodía más bella, para luego volar hacia el cielo como el celestial violinista del cuento.

La montaña continuaba viviendo serenamente en su grandeza. Todos los días veía salir del océano al lejano y rojo sol y presenciaba su paseo circular en torno de su apogeo, del este hacia el oeste, y todas las noches contemplaba el mismo tranquilo camino de las estrellas. Cada año el invierno la cubría con una profunda capa de nieve e hielo; y cada año, en el momento indicado, los aludes buscaban su ruta, y lindando con los restos de nieve reían los ojos datos de las flores de verano con colores azules y amarillos, y los arroyos saltaban rebosantes, y los lagos ofrecían un cálido azul a la luz del día. En abismos invisibles tronaban sordamente las aguas perdidas; el lago en la cima, redondo y pequeño, yacía cubierto de hielo compacto y aguardaba todo el año para --en el breve plazo de la culminación del estío-, abrir su ojo límpido y reflejar el sol durante unos pocos días y las estrellas durante unas pocas noches. En cavernas tenebrosas se detenían las aguas; las rocas resonaban con un gotear continuo; y en gargantas escondidas crecían con exactitud los cristales en busca de su perfección.

Al pie de la montaña, y algo más alto que la ciudad, se extendía un valle, por donde discurría un arroyo ancho de claros reflejos, entre chopos y sauces. Allí se dirigían los jóvenes enamorados y aprendían de la montaña y de los árboles las maravillas de las estaciones. En otro valle se ejercitaban los hombres con sus armas y caballos. Y en la más elevada cima de un peñasco cortado a pique ardía una hoguera imponente la primera noche de verano de cada año.

Transcurrió el tiempo y la montaña proseguía amparando el valle del amor y el campo de maniobras; ofrecía espacio a pastores y a leñadores, a cazadores y balseros; proporcionaba piedras para la construcción y el hierro para las fundiciones. Indiferente, contemplaba y toleraba el primer fuego de verano sobre su cúspide; lo vio cien veces y luego centenares de veces más. Vio cómo la ciudad se extendía allí abajo con sus pequeños brazos truncados y cómo crecía más allá de las viejas murallas. Vio a los cazadores olvidarse de sus ballestas y disparar con armas de fuego. Los siglos le pasaban volando como si fueran las estaciones del año, y los años como horas.

No le preocupó que durante el curso de los años, en una ocasión, dejase de brillar el rojo fuego del solsticio sobre la plana superficie del peñasco, allá en la cumbre. Tampoco le causó preocupación que en el extenso correr de los tiempos el valle de los ejercicios militares quedara abandonado y que en el campo de maniobras crecieran llantenes y cardos. Y no se opuso a que una vez, en el largo decurso de los siglos, un hundimiento alterara su forma, ni que bajo las rocas desprendidas media ciudad de Faldum quedara reducida a escombros. Apenas si miró hacia abajo, y no percibió que la arruinada ciudad no volvió a ser reconstruida.
 
Nada de aquello llegó a preocuparle. Pero otras cosas sí comenzaron a darle cuidado. Los tiempos pasaban volando, y la montaña se había puesto vieja. Cuando veía salir el sol, hacer su carrera y desaparecer, ya no era como antes; y cuando las estrellas se reflejaban en el descolorido glaciar, ya no se sentía semejante a ellas. Las estrellas y el sol dejaron de ser ahora importantes en su vida. Ahora lo importante era lo que le acontecía a ella misma, lo que pasaba en su interior. Pues experimentaba cómo en lo más hondo, dentro de sus peñas y oquedades, iba trabajando una mano desconocida, cómo se iba desmoronando su fuerte sustancia pétrea primitiva y se descomponía en depósitos de pizarra, cómo los arroyos y cascadas se devoraban con un impulso cada vez mayor. Habían desaparecido glaciares y nacido lagos; hubo bosques que se transformaron en pedregales y praderas en negros pantanos; corrían hacia el infinito en forma de puntiagudas lenguas los yermos cordones de morenas y las estrías de cantos rodados, extendiéndose por el país, el cual, en sus partes inferiores, también había experimentado extraños cambios, pues se había vuelto singularmente pedregoso, estaba calcinado v envuelto en silencio. La montaña se recluía más y más en sí misma. Advertía bien que ni el sol ni los astros eran ya sus semejantes. Sus semejantes eran el viento y la nieve, el agua y el hielo. Su semejante era lo que parece eterno y, no obstante, desaparece lentamente, hasta irse extinguiendo de a poco.

Mientras tanto, guiaba más fervorosamente sus arroyos hacia el valle; hacía rodar con mayor solicitud sus aludes; ofrecía con más ternura sus praderas de flores al sol. Y le sucedió que en su avanzada vejez recordase nuevamente a los hombres. No es que hubiese considerado a los hombres como sus semejantes, pero comenzó a buscarlos con la vista, a sentirse abandonada, comenzó a pensar en el pasado. Sólo que la ciudad ya no estaba en su sitio, ni había canciones en el valle del amor, ni tampoco quedaban cabañas entre los pastos alpestres. Ya no había hombres allí. También ellos habían pasado. Imperaban el silencio y lo marchito, una sombra se extendía por el aire.
La montaña se estremeció al percatarse de lo que la extinción significaba, y después del estremecimiento su cima se desplomó hacia un costado. Y fragmentos de roca rodaron a continuación por el valle del amor --que desde mucho tiempo atrás yacía lleno de piedras- y llegaron al mar.
 
Sí, los tiempos eran diferentes. ¿Por qué, si no, se acordaría incesantemente de los hombres? ¿No hubiera constituido aquello un hecho maravilloso antaño, cuando ardían las hogueras estivales, y cuando la juventud, en parejas, concurría al valle del amor? ¡Oh, cuán dulces y cálidas habían resonado allí esas canciones! La vieja montaña se abismó por completo en sus recuerdos; apenas advertía el paso de los siglos; apenas sentía que en sus grutas, aquí y allá, algo se desmoronaba o cedía con un tronar sordo. Cuando pensaba en los hombres, le dolía como una reminiscencia vaga de edades pretéritas, una emoción y amor difíciles de comprender, un sueño oscuro y flotante como si en el pasado ella misma hubiera sido un hombre o semejante a ellos, como si hubiese cantado y oído cantar, como si alguna vez, en sus días más tempranos, hubiese pasado por su corazón el pensamiento de lo perecedero.

 Las edades transcurrieron. Mientras se iba hundiendo, rodeada por ásperos desiertos pedregosos, la montaña moribunda se entregaba a sus sueños. ¿Cómo había sido ella en el pasado? ¿No quedaría algún eco, un fino hilo de plata que la uniera al mundo anterior? Afanosamente escarbaba en la noche de los recuerdos enmohecidos, repasaba incansablemente los hilos estropeados, se inclinaba cada vez más hacia el abismo de las cosas ya ocurridas... En tiempos lejanos, ¿no había ardido dentro de ella un sentimiento de comunidad, un amor? Ella, la solitaria, la gigantesca, ¿no había sido también, allá en el tiempo más remoto, un igual entre iguales? ¿No le había cantado también una madre en el principio de las cosas? A fuerza de pensar y pensar, sus ojos, los lagos azules, se enturbiaron y se volvieron espesos, se transformaron en ciénagas y pantanos, y sobre las fajas de césped y los pequeños espacios con flores, brotaba la rocalla. Siguió pensando, y de una lejanía increíble le llegó una resonancia; percibió el flotar de unas notas, una canción, una melodía humana, y tembló ante el doloroso placer del reconocimiento. Escuchó los sonidos, y vio a un hombre, a un adolescente, totalmente envuelto en ellos, que se cernía en el soleado cielo a través del aire. Cien recuerdos sepultados se agitaron y comenzaron a brotar y a crecer. Vio un rostro humano de ojos oscuros, y los ojos le preguntaban apremiantes: «¿No quieres expresar un deseo?»

Y entonces formuló un deseo, un deseo silencioso. Y mientras lo hacía, la abandonó aquel tormento de verse constreñida a recordar cosas tan remotas y ya desaparecidas, y se alejó de ella todo lo que la había afligido. Montaña y país se hundieron, y donde había estado Faldum. se agitó ancho y tumultuoso el mar infinito. Y encima, el sol y las estrellas siguieron su curso.
 
 
Herman Hesse (Escritor de origen alemán nacionalizado suizo; 1877-1962).
Obtuvo el premio Nobel de literatura en 1946.


domingo, 22 de julio de 2018

Solsticio: LA BAILARINA, de Gabriela Mistral

"... desnuda de todo y de sí misma, da su entrega, hermosa y pura, de pies voladores. Sacudida como árbol..."

La bailarina ahora está danzando
la danza del perder cuanto tenía.
Deja caer todo lo que ella había,
padres y hermanos, huertos y campiñas,
el rumor de su río, los caminos,
el cuento de su hogar, su propio rostro
y su nombre, y los juegos de su infancia
como quien deja todo lo que tuvo
caer de cuello y de seno y de alma.

En el filo del día y el solsticio
baila riendo su cabal despojo.
Lo que avientan sus brazos es el mundo
que ama y detesta, que sonríe y mata,
la tierra puesta a vendimia de sangre,
la noche de los hartos que ni duermen
y la dentera del que no ha posada.

Sin nombre, raza ni credo, desnuda
de todo y de sí misma, da su entrega,
hermosa y pura, de pies voladores.
Sacudida como árbol y en el centro
de la tornada, vuelta testimonio.

No está danzando el vuelo de albatroses
salpicados de sal y juegos de olas;
tampoco el alzamiento y la derrota
de los cañaverales fustigados.
Tampoco el viento agitador de velas,
ni la sonrisa de las altas hierbas.

El nombre no le den de su bautismo.
Se soltó de su casta y de su carne
sumió la canturia de su sangre
y la balada de su adolescencia.

Sin saberlo le echamos nuestras vidas
como una roja veste envenenada
y baila así mordida de serpientes
que alácritas y libres le repechan
y la dejan caer en estandarte
vencido o en guirnalda hecha pedazos.

Sonámbula, mudada en lo que odia,
sigue danzando sin saberse ajena
sus muecas aventando y recogiendo
jadeadora de nuestro jadeo,
cortando el aire que no la refresca
única y torbellino, vil y pura.

Somos nosotros su jadeado pecho,
su palidez exangüe, el loco grito
tirado hacia el poniente y el levante
la roja calentura de sus venas,
el olvido del Dios de sus infancias.


Gabriela Mistral: Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga.
(Chile, 1889-1957). Obtuvo el premio Nobel en 1945.

sábado, 21 de julio de 2018

Solsticio: BAMBÚ, de Pearl S. Buck

"La palma de la mano de un hombre, decían, no debe tocar la de la mujer porque es un lugar de comunicación donde un corazón late cerca de otro."
 
(Fragmento de la segunda parte)

Entonces se atrevió a cogerle la mano, se aproximaron uno al otro intimidados y, sin embargo, anhelando algo más. Pero las viejas tradiciones los ataban. La palma de la mano de un hombre, decían, no debe tocar la de la mujer porque es un lugar de comunicación donde un corazón late cerca de otro. Es el primer contacto amoroso entre un hombre y una mujer, y para ellos una experiencia virgen. A este primer contacto seguía la consumación del amor.
 
Mantuvo su palma contra la de ella hasta que se asustó de su creciente pasión, a la que no debía ceder.
 
- Vamos -dijo resueltamente-, ya es hora de que volvamos a la ciudad.
 
El día de su boda fue fijado para el solsticio de verano, el tercer día del mes lunar y el veintiuno del mes solar. Yulhan avisó a su padre y a su madre y les dio el nombre de la iglesia en que se celebraría la ceremonia. Él no sabía si asistirían, no llegó ninguna carta de ellos ni por el viejo criado ni por el sistema postal que los japoneses habían reformado y puesto en funcionamiento otra vez. Ni Induk ni él hablaron de sus padres, pero los dos esperaban durante los días de vacaciones. Los últimos días antes de la boda no volvió a visitar a su padre por miedo a que su madre insistiera en que debía llevar a Induk a vivir allí. Induk deseaba una casita propia y él había planeado pedir a su padre una parte de la tierra que heredaría. Había ahorrado dinero para su construcción, pero no podía comprar la tierra, porque su precio había subido desde que los japoneses estaban comprando en todas partes. Ningún coreano podía comprar a menos que tuviera influencia.
 
El día de la boda amaneció brumoso. La estación llamada Pequeño Calor era más calurosa que de costumbre, y el sol lucía en el cielo como un disco de plata.
 
- ¿Llevaré mis vestidos coreanos? -preguntó a Induk.
 
- Solamente te he visto con estos vestidos occidentales -respondió ella dudosa-, pero me gustaría casarme con un coreano vestido de coreano.
 
Su mejor amigo le ayudó a vestirse. Era un profesor de matemáticas apellidado Yi, su nombre de pila era Sung-man, un secreto revolucionario pero un hombre alegre. Sung-man no se había casado y bromeaba ayudándole a ponerse los vestidos blancos, los zapatos en forma de barca de goma japonesa y el sombrero de intelectual de crin, copa alta y ala estrecha.
 
Sung-man miró a su alto amigo. Él no era guapo, era bajo, robusto y desmañado.
 
- ¿Eres tú? -exclamó.
 
- Me encuentro raro -reconoció Yul-han-, como si fuese mi abuelo.
 
A pesar de sus vestidos, fueron andando a la iglesia. Sugman daba dos pasos por cada uno de los de su amigo. Llegaron a la iglesia y entraron. Los bancos estaban llenos de gente, hombres a un lado y mujeres en otro. En el altar el misionero esperaba vestido de negro. Se oía una música extranjera, una clase de música que Yul-han no había oído nunca. Avanzó por el pasillo central sin mirar a ninguna parte. Sung-man iba detrás de él. El misionero les hizo colocar a su derecha, en el altar. Mientras esperaban, aquella música suave se trocó en una más ruidosa y clara, muy alegre. Yul-han vio a Induk avanzando por el pasillo al lado de su padre. Delante de ella andaban dos niños, sus hermanos, echando flores a su paso, y detrás su madre y su hermana mayor. Pero era a Induk a quien miraba. Llevaba una amplia falda de satén rosa bordada y una chaqueta corta que hacía juego con ella. Se ocultaba a medias bajo un velo de fina seda blanca. Avanzó firmemente hacia él y subió los dos escalones mientras él esperaba tratando de no mirarla, pero viéndola siempre, hasta que llegó a su lado. De la rara ceremonia no recordaba nada, sólo que cuando el misionero le preguntó si quería a Induk por esposa contestó en alta voz que sí quería, y que para esto había ido allí. Se sorprendió de las risitas ahogadas de algunas mujeres y se preguntó si había dicho alguna cosa que no debía. El misionero continuó, y antes de que se recobrase oyó que les declaraba marido y mujer. Dudó, sin saber qué tenían que hacer, pero Induk le guió amablemente cogiéndose de su brazo, y se encontró caminando por el pasillo con ella.
 
Había olvidado a sus padres con la agitación de la ceremonia, pero al llegar a la puerta vio a su padre en pie, al final del último banco, y pasó lo bastante cerca de él para tocar su hombro. Padre e hijo se miraron, el uno con gravedad, el otro con asombrada gratitud. Ahora, Induk y él estaban en la puerta y salían del templo. Ya estaba hecho, Yul-han era un hombre casado.
 

Pearl S. Buck (Estados Unidos, 1892-1973).
Obtuvo el premio Nobel en 1938.