viernes, 26 de octubre de 2012

Páginas ajenas: LA CARICIA PERDIDA, de Alfonsina Storni



Se me va de los dedos la caricia sin causa,
se me va de los dedos... En el viento, al rodar,
la caricia que vaga sin destino ni objeto,
la caricia perdida, ¿quién la recogerá?

Pude amar esta noche con piedad infinita,
pude amar al primero que acertara a llegar.
Nadie llega. Están solos los floridos senderos.
La caricia perdida rodará... rodará...

Si en los ojos te besan esta noche, viajero,
si estremece las ramas un dulce suspirar,
si te oprime los dedos una mano pequeña
que te toma y te deja, que te logra y se va,

si no ves esa mano ni la boca que besa,
si es el aire quien teje la ilusión de llamar,
oh, viajero, que tienes como el cielo los ojos,
en el viento fundida ¿me reconocerás?
 
 
Alfonsina Storni (Argentina nacida en Suiza, 1892-1938)

jueves, 25 de octubre de 2012

ALFONSINA STORNI (1892-1938): Es un soplo la vida

 
Por la blanda arena que lame el mar
su pequeña huella no vuelve más...
 
Alfonsina Storni murió un 25 de octubre...
 
Muchas veces, Alfonsina, me he preguntado: ¿Cuándo se mueren los poetas? ¿al decidir que ya expresaron todo lo que tenían que decir o al tomar conciencia de que su sensibilidad contrasta con la banalidad del mundo? O, tal vez, al ver a la realidad reflejarse en el espejo de su propia crueldad. ¿Por éso se suicidan los poetas? Como Sylvia Plath, por el abandono amoroso; como Yukio Mishima por su concepto -tan japonés- del honor; por el fracaso literario que no fue capaz de soportar Vladimir Maiakovski ("Lo difícil no es morir, sino seguir viviendo"); por intoxicación alcohólica como Dylan Thomas, Serguéi Esenin o Malcolm Lowry; mejor aún, como Cesare Pavese ("Vendrá la muerte y tendrá tus ojos..."), por la imposibilidad de vivir. O como tú, Alfonsina, para cortar de una vez el sufrimiento.
 
Un sendero de pena y silencio
llegó hasta el agua profunda...
 
Para esos poetas, lo dijo Ciorán: "Todo ha sido posible, salvo su vida." Pero ¿cómo mueren los poetas suicidas? Gabriel Ferrater cuando tenía treinta años, amenazó que nunca llegaría a los cincuenta y uno. Cumplió su palabra. Se asfixió atándose una bolsa de plástico en la cabeza antes de que eso sucediera. La poeta austríaca Ingeborg Bachmann, hizo realidad el viejo deseo -tan poético, habría que subrayarlo-, de una cama en llamas, pero no por las pasiones amorosas, sino que se quemó viva prendiéndole fuego. Un borracho encontró el cadáver de Gérard de Nerval ("Hoy no me esperes, porque la noche será blanca y negra..."), cubierto de nieve, luego de que se había ahorcado colgándose de una reja en un callejón de París. Paul Celán se arrojó al río Sena, Hart Crane saltó de la cubierta del buque Orizaba y su cadáver jamás fue encontrado en las aguas del Atlántico ("En la borda, el sabor a salitre/ me llama a ser océano./ Valoro la distancia/ y alzo el vuelo.") y tú, Alfonsina, simplemente te fuiste a perder en el mar.
 
Un sendero sólo de penas mudas
llegó hasta la espuma.
 
Y ¿qué cantan los poetas cuando van a morir? Georg Trakl había dicho: "No he vivido, lo sé.../ Tan sólo he muerto", y en su poema póstumo se lamentaba: "La llama ardiente del espíritu nutre ahora un tremendo dolor: ... los nietos nonatos." José Agustín Goytisolo escribió: "Ocurrió que fue siempre un solitario/ ocurrió que la vida dejó de interesarle." Anne Sexton en El Deseo de Morir aseguraba: "Los suicidas traicionan al cuerpo de antemano." Alejandra Pizarnik en su carta póstuma a Antonio Beneyto terminaba escribiendo: "Y aquí te dejo para ir a despachar la carta a un correo lejano que no cierra por la noche." Y también tú, Alfonsina, en un poema premonitorio lo advertías:
 
"Un día estaré muerta, blanca como la nieve,
dulce como los sueños en la tarde que llueve.
 
Un día estaré muerta, fría como la piedra,
quieta como el olvido, triste como la hiedra.
 
Un día habré logrado el sueño vespertino,
el sueño bien amado donde acaba el camino.
 
Un día habré dormido con un sueño tan largo
que ni tus besos puedan avivar el letargo."
 
La muerte desconoce el pasado y el futuro. Es el silencio del tiempo. El pasado ya no importa y el futuro se desvanece. Sea en el olvido o permaneciendo en la memoria ajena, la muerte, nuestra muerte, nos pertenece a cada uno de nosotros al igual que nos ha pertenecido la vida. El suicidio es, entonces, la voluntad de cancelar la memoria. Será una tarea para los vivos, los sobrevivientes, interpretar los motivos del suicida o lo que nos quiso legar en sus poemas.
 
Te vas Alfonsina, con tu soledad.
¿Qué poemas nuevos fuiste a buscar?
Una voz antigua de viento y de sal
te requiebra el alma y la está llevando,
y te vas hacia allá en sueños dormida,
Alfonsina, vestida de mar.
 
Y ahí, en cada estrofa de un poema, en cada palabra, se percibe un fragmento de vida de quien lo escribió. En eso radica su inmanencia. De entre todas las muertes de poetas suicidas, me quedo con la tuya, Alfonsina. Elegiste un martes primaveral, el último acto fue tu mejor poema trágico: "Y el alma mía es como el mar." No creo que alguien lo haya expresado mejor:
 
"La vida mía debió ser horrible,
debió ser una arteria incontenible
y apenas es cicatriz que siempre duele."


Jules Etienne


La ilustración corresponde a una fotografía de Toni Frissell,
que fue publicada en la revista Harper's Bazaar, en 1947.

Esta es una liga al video con una de tantas versiones
(las hay desde Mercedes Sosa y Nana Mouskouri hasta Shakira) de la canción
Alfonsina y el mar, cuyas estrofas sirvieron como leitmotiv de este texto:

miércoles, 24 de octubre de 2012

Octubre: DOLOR, de Alfonsina Storni


Quisiera esta tarde divina de octubre
pasear por la orilla lejana del mar;
que la arena de oro, y las aguas verdes,
y los cielos puros me vieran pasar.

Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera,
como una romana, para concordar
con las grandes olas, y las rocas muertas
y las anchas playas que ciñen el mar.

Con el paso lento, y los ojos fríos
y la boca muda, dejarme llevar;
ver cómo se rompen las olas azules
contra los granitos y no parpadear;

ver cómo las aves rapaces se comen
los peces pequeños y no despertar;
pensar que pudieran las frágiles barcas
hundirse en las aguas y no suspirar;

ver que se adelanta, la garganta al aire,
el hombre más bello, no desear amar...

Perder la mirada, distraídamente,
perderla y que nunca la vuelva a encontrar:
y, figura erguida, entre cielo y playa,
sentirme el olvido perenne del mar.


Alfonsina Storni (Argentina nacida en Suiza; 1892-1938).

viernes, 12 de octubre de 2012

Mo Yan y el premio Nobel: OTRA VEZ FAULKNER


El acta de la academia sueca que explica los motivos por los que le fue otorgado el premio Nobel de literatura a Mo Yan, establece que se debe al “realismo alucinante que funde los cuentos tradicionales con la historia y lo contemporáneo”, y ha creado un universo literario reminiscente de los forjados por William Faulkner y García Márquez, lo cual no es ninguna sorpresa si se toma en cuenta que el propio autor ha aceptado una múltiple relectura de las traducciones chinas tanto de El sonido y la furia, obra clave del primero, como Cien años de soledad, el título más emblemático del realismo mágico. La proximidad con Faulkner se advierte en el acta mencionada cuando subraya: “Escribe sobre los campesinos y la vida en el ámbito rural, sobre la gente que lucha para sobrevivir y conservar su dignidad. Algunas veces ganando aunque la mayor parte del tiempo, perdiendo”.

Como ya lo he señalado en alguna otra ocasión, García Márquez nunca ha negado la influencia de Faulkner en su obra, al grado de que en su discurso de aceptación ante la academia sueca estableció: “Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: «Me niego a admitir el fin del hombre». No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.”

Resulta claro que García Márquez se asume –por derecho propio, habría que subrayarlo-, uno de los herederos del genio creativo faulkneriano, y si cuando Mo Yan, nacido en 1955, publicaba su primera novela, Lluvia de una noche de primavera, en 1981, la obra del colombiano ya era reconocida de manera universal al grado de que al año siguiente recibiría el Nobel, el escritor chino vendría siendo entonces una suerte de nieto literario de Faulkner, esto es, en términos generacionales.

Ahora con la celebridad que conlleva el premio, las agencias noticiosas repiten con insistencia que su verdadero nombre es Guan Moye y su seudónimo Mo Yan significa “no hables”, paradójicamente todos hablamos de él y los títulos de sus novelas: Sorgo Rojo; Las baladas del ajo; La república del vino; Grandes pechos, amplias caderas; Shifu, harías cualquier cosa por divertirte; La vida y la muerte me están desgastando; y Rana, se mencionan con la familiaridad de las lecturas cotidianas, cuando la verdad es que la mayoría tuvimos nuestra primera aproximación a su obra gracias al cine de su coetáneo Zhang Yimou y no por haberlo leido.

Como detalle curioso, cabe la acotación de que Mo Yan no utiliza una computadora para escribir: prefiere hacerlo a mano. Hace algunos años, la cadena de televisión canadiense CBC realizó un documental sobre Carlos Fuentes, cuando éste vivía en Londres, y aparece en el mismo escribiendo también de puño y letra, lo cual no dejó de sorprenderme porque yo suelo escribir la versión inicial de mis textos a mano y suponía que ya nadie más acostumbraba a hacerlo. Después, cuando falleció Ray Bradbury durante el pasado mes de junio, leyendo algunas de sus entrevistas me encontré con que tampoco había podido habituarse al uso de la computadora y una de sus hijas le ayudaba a transferir lo que él dictaba.

Gao Xingjian es el nombre de otro autor nacido en China que le antecede en la lista de los galardonados con el Nobel de literatura, lo cual aconteció en el año 2000, sin embargo, es ciudadano francés. En 1986 fue prohibida la representación de sus obras teatrales en Pekín, por lo que se trasladó a París, donde radica desde 1987, y allí escribió su novela más importante: La montaña del alma. El anuncio de su premio fue completamente ignorado por los medios de comunicación en China y las autoridades, por su parte, reaccionaron indignadas. Mo Yan es el primer escritor chino que obtiene el Nobel y no permanece recluido en prisión, como Liu Xiabobo –quien recibió el de la Paz hace un par de años-, ni tampoco vive en el extranjero, como es el caso del citado Gao Xingjian.


Jules Etienne

viernes, 5 de octubre de 2012

Octubre: EL BORDO, de Sergio Galindo


(Fragmento)

Eran los primeros días de octubre, el frío y la neblina se habían apoderado definitivamente del campo sumiéndolo en un letargo gris y pesado. Un frío como cuchillo penetraba por cada rendija de las puertas y ventanas.

- Le ladran a los demonios -opinó Alejandro.

- A los malos espíritus -dijo doña Teresa. Se miró en el gran espejo: parecía un cadáver o un fantasma, vestida toda de negro, con las cuentas del rosario pasando lentamente por sus dedos-. Hay que rezar, Alejandro, hay que ir a la iglesia.

Esther sintió miedo; le desagradaba esa visión de su suegra erguida frente al espejo como una estatua; ese modo silencioso que tenía de aparecer sin hacerse oír hasta el último momento, cuando estaba a un paso de uno, mascullando oraciones inacabables. Dijo que el frío le impedía rezar sentada y empezó a vagar por toda la casa, de cuarto en cuarto, abriendo puertas que no volvía a cerrar. Esther pensó que se estaba volviendo loca. "Así se pone cada año, principalmente en octubre; viene el aniversario de la muerte de papá", le explicó Gabriel.

El reloj dio once campanadas. Esther se llevó a la cara las manos, ya tibias, y se frotó la piel. Encendió la luz, no parecía que fueran las once de la mañana, parecía más bien que de un momento a otro caería la noche.


Sergio Galindo (México, 1926-1993)

miércoles, 3 de octubre de 2012

Páginas ajenas: AMULETO, de Roberto Bolaño

"... los granaderos se han marchado de la Universidad, los estudiantes han muerto en Tlatelolco..."
 
(Fragmentos relativos a Tlatelolco)

Del capítulo 2

Y así llegué al año 1968. O el año 1968 llegó a mí. Yo ahora podría decir que lo presentí. Yo ahora podría decir que tuve una corazonada feroz y que no me pilló desprevenida. Lo auguré, lo intuí, lo sospeché, lo remusgué desde el primer minuto de enero; lo presagié y lo barrunté desde que se rompió la primera piñata (y la última) del inocente enero enfiestado. Y por si eso no fuera poco podría decir que sentí su olor en los bares y en los parques en febrero o en marzo del 68, sentí su quietud preternatural en las librerías y en los puestos de comida ambulante, mientras me comía un taco de carnita, de pie, en la calle San Ildefonso, contemplando la iglesia de Santa Catarina de Siena y el crepúsculo mexicano que se arremolinaba como un desvarío, antes de que el año 68 se convirtiera realmente en el año 68.

Ay, me da risa recordarlo. ¡Me dan ganas de llorar! ¿Estoy llorando? Yo lo vi todo y al mismo tiempo yo no vi nada. ¿Se entiende lo que quiero decir? Yo soy la madre de todos los poetas y no permití (o el destino no permitió) que la pesadilla me desmontara. Las lágrimas ahora corren por mis mejillas estragadas. Yo estaba en la Facultad aquel 18 de septiembre cuando el ejército violó la autonomía y entró en el campus a detener o a matar a todo el mundo. No. En la Universidad no hubo muchos muertos. Fue en Tlatelolco. ¡Ese nombre que quede en nuestra memoria para siempre! Pero yo estaba en la Facultad cuando el ejército y los granaderos entraron y arrearon con toda la gente. Cosa más increíble. Yo estaba en el baño, en los lavabos de una de las plantas de la Facultad, la cuarta, creo, no puedo precisarlo.

Del capítulo 7

Y entonces sus mejores amigos dejaron de ser los poetas jóvenes de México, todos mayores que él, y comenzó a salir con los poetas jovencísimos de México, todos menores que él, chavitos de dieciséis años, de diecisiete, chavitas de dieciocho, que parecían salidos del gran orfanato del metro del DF y no de la Facultad de Filosofía y Letras, seres de carne y hueso a los que yo veía a veces asomados a las ventanas de las cafeterías y bares de Bucareli y cuya sola visión me provocaba escalofríos, como si no fueran de carne y hueso, una generación salida directamente de la herida abierta de Tlatelolco, como hormigas o como cigarras o como pus, pero que no había estado en Tlatelolco ni en las luchas del 68, niños que cuando yo estaba encerrada en la Universidad en septiembre del 68 ni siquiera habían empezado a estudiar la prepa. Y ésos eran los nuevos amigos de Arturito. Y yo no fui inmune a su belleza. Yo no soy inmune a ningún tipo de belleza.

Del capítulo 12

Pensé: estoy en el lavabo de mujeres de la Facultad de Filosofía y Letras y soy la última que queda. Iba hacia el quirófano. Iba hacia el parto de la Historia. Y también pensé (porque no soy tonta): todo ha acabado, los granaderos se han marchado de la Universidad, los estudiantes han muerto en Tlatelolco, la Universidad ha vuelto a abrirse, pero yo sigo encerrada en el lavabo de la cuarta planta, como si de tanto arañar las baldosas iluminadas por la luna hubiera abierto una puerta que no es el pórtico de la tristeza en el continuum del Tiempo. Todos se han ido, menos yo. Todos han vuelto, menos yo. La segunda afirmación era difícil de aceptar porque la verdad es que no veía a nadie y si todos hubieran vuelto yo los vería.


Roberto Bolaño (Chile, 1953-2003) 

martes, 2 de octubre de 2012

Páginas ajenas: TLATELOLCO 68, de Jaime Sabines


(Fragmento)

2

El crimen esta allí,
cubierto de hojas de periódicos,
con televisores, con radios, con banderas olímpicas.

El aire denso, inmóvil,
el terror, la ignominia.
Alrededor las voces, el tránsito, la vida.
Y el crimen esta allí.

3

Habría que lavar no sólo el piso: la memoria.
Habría que quitarles los ojos a los que vimos,
asesinar también a los deudos,
que nadie llore, que no haya más testigos.
Pero la sangre echa raíces
y crece como un árbol en el tiempo.
La sangre en el cemento, en las paredes,
en una enredadera: nos salpica,
nos moja de vergüenza, de vergüenza, de vergüenza.

Las bocas de los muertos nos escupen
una perpetua sangre quieta.
 
6
 
La juventud es el tema
dentro de la Revolución.
El gobierno apadrina a los héroes.
El peso mexicano está firme
y el desarrollo del país es ascendente.
Siguen las tiras cómicas y los bandidos en la televisión.
Hemos demostrado al mundo que somos capaces,
respetuosos, hospitalarios, sensibles
(¡Qué Olimpiada maravillosa!).
Y ahora vamos a seguir con el "Metro"
porque el progreso no puede detenerse.
Las mujeres, de rosa,
los hombres, de azul cielo,
desfilan los mexicanos en la unidad gloriosa
que constituye la patria de nuestros sueños.
 
 
Jaime Sabines (México, 1926-1999)

lunes, 1 de octubre de 2012

Páginas ajenas: OLIMPIADA Y TLATELOLCO, de Octavio Paz


El movimiento estudiantil se inició como una querella callejera entre bandas rivales de adolescentes. La brutalidad policiaca unió a los muchachos. Después, a medida que aumentaban los rigores de la represión y hostilidad de la prensa, la radio y la televisión, en su totalidad entregadas al gobierno, el movimiento se robusteció, se extendió y adquirió conciencia de sí. En el transcurso de unas cuantas semanas apareció claramente que los estudiantes, sin habérselo propuesto expresamente, eran los voceros del pueblo. Subrayo: no los voceros de esta o aquella clase, sino de la conciencia general. Desde el principio se intentó aislar el movimiento tendiendo un cordón sanitario que lo aislase e impidiese el contagio ideológico. Los dirigentes y funcionarios de los sindicatos obreros se apresuraron a condenar, en términos amenazadores, a los estudiantes; lo mismo hicieron, aunque con menos violencia, los partidos políticos de la izquierda y la derecha oficiales. No obstante la movilización de todos estos medios de propaganda y de coacción moral, para no hablar de la violencia física de la policía y el ejército, el pueblo engrosó espontáneamente las manifestaciones juveniles y una de ellas, la célebre “manifestación silenciosa”, agrupó a cerca de cuatrocientas mil personas, algo nunca visto en México.
 
A diferencia de los estudiantes franceses, en mayo de ese mismo año, los mexicanos no se proponían un cambio violento y revolucionario de la sociedad ni su programa tenía el radicalismo de los muchos grupos de jóvenes alemanes y norteamericanos. Tampoco apareció la tonalidad orgiástica y pararreligiosa de los hippies. El movimiento fue reformista y democrático, a pesar de que algunos de sus dirigentes pertenecían a la extrema izquierda. ¿Una maniobra táctica? Me parece más sensato atribuir esta ponderación a la naturaleza de las circunstancias y al peso de la realidad objetiva. Ni el temple del pueblo mexicano es revolucionario ni lo son las condiciones históricas del país. Nadie quiere una revolución sino una reforma: acabar con el régimen de excepción iniciado por el Partido Nacional Revolucionario hace cuarenta años. Las peticiones de los estudiantes, por lo demás, fueron realmente moderadas: la derogación del artículo del Código Penal, a todas luces inconstitucional y que contiene esa afrenta a los derechos humanos que se llama “delito de opinión”; la libertad de varios presos políticos; la destitución del jefe de la policía, etcétera. Todas estas peticiones se resumían en una palabra que fue el eje del movimiento y el secreto de su instantáneo poder de seducción sobre la conciencia popular: democratización. Una y otra vez los muchachos pidieron “el diálogo público entre el gobierno y los estudiantes”, preludio del diálogo entre el pueblo y las autoridades. Esta demanda recogía la que habíamos hecho un grupo de escritores en 1958, ante disturbios semejantes, aunque de menor amplitud -disturbios que anunciaban, como entonces advertimos al gobierno, los que se producirían diez años después.
 
La actitud de los estudiantes le daba al gobierno la posibilidad de endurecer su política sin perder la cara. Hubiera bastado con oír lo que el pueblo decía a través de las peticiones juveniles; nadie esperaba un cambio radical pero sí mayor flexibilidad y una vuelta a la tradición de la Revolución mexicana, que nunca fue dogmática y sí muy sensible a las mudanzas del ánimo popular. Se habría roto así la cárcel de palabras y conceptos en que el gobierno se ha encerrado, todas esas fórmulas en las que ya nadie cree y que se condensan en esa grotesca expresión con que la familia oficial designa al partido único: el Instituto Revolucionario. Al liberarse de su cárcel de palabras, el gobierno habría podido forzar la otra cárcel, más real, que lo envuelve y paraliza: la de los negocios e intereses de los banqueros y financieros. Restablecer la comunicación con el pueblo hubiera significado recobrar autoridad y libertad para dialogar con la derecha, la izquierda -y con los Estados Unidos-. Con gran claridad y concisión, una de las inteligencias más agudas y honradas de México, Daniel Cosío Villegas, apuntaba lo que a su juicio -y debe agregarse: al de la mayoría de los mexicanos pensantes- era “el único remedio: hacer pública de verdad la vida pública”. El gobierno prefirió apelar, alternativamente, a la fuerza cívica y a la retórica “revolucionario- institucional”. Estas vacilaciones eran probablemente el reflejo de una lucha entre los “técnicos”, deseosos de salvar lo poco que aún queda vivo de la herencia revolucionaria, y la burocracia política partidaria de la mano dura. Pero en ningún momento se advirtió el deseo de “hacer pública la vida pública” y abrir el diálogo con la gente. Las autoridades, es verdad, propusieron la negociación, sólo que entre bastidores; las pláticas abortaron porque los estudiantes se negaron a aceptar este inmoral procedimiento.
 
A fines de septiembre el ejército ocupó la Universidad y el Instituto Politécnico. Ante la reprobación que provocó esta medida, las tropas desalojaron los locales de las dos instituciones. Hubo un respiro. Esperanzados, los estudiantes celebraron una reunión (no una manifestación) en la plaza de Tlatelolco el 2 de octubre. En el momento en que los concurrentes, concluido el mitin, se disponían a abandonar el lugar, la plaza fue cercada por el ejército y comenzó la matanza. Unas horas después se levantó el campo. ¿Cuántos murieron? En México ningún periódico se ha atrevido a publicar las cifras. Daré aquí la que el periódico inglés The Guardian, tras una investigación cuidadosa, considera como la más probable: 325 muertos. Los heridos deben haber sido miles, los mismos que las personas aprehendidas.1 El 2 de octubre de 1968 terminó el movimiento estudiantil. También terminó una época de la historia de México.
 

Aunque las revueltas estudiantiles son un fenómeno mundial, se manifiestan con mayor virulencia en las sociedades más adelantadas. Así, pues, puede decirse que el movimiento estudiantil y la celebración de la Olimpiada en México fueron hechos complementarios: los dos eran signos del relativo desarrollo del país.
 
Octavio Paz (México, 1914-1998) Obtuvo el premio Nobel en 1990.